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sábado, 9 de julio de 2011

Casa Bazán

Publicado por Unknown en 22:54
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Creation and Evolution: A Conference with Pope Benedict XVI in Castel Gandolfo

Reseña de Horn, S. (ed.), Creation and Evolution: A Conference with Pope Benedict XVI in Castel Gandolfo, Ignatius Press, San Franciso, 2008, 200 pp.

Santiago Collado González, Universidad de Navarra

scollado@unav.es

Publicada en Anuario Filosófico, XLII/1 (2009), pp. 218-221.

Antes de ser elegido papa, Benedicto XVI solía reunirse cada año con un grupo de alumnos y algunos profesores para reflexionar y debatir un tema previamente elegido. Tras ser elegido Papa ha mantenido esta costumbre y sigue reuniéndose con el mismo fin en Castel Gandolfo, la residencia de verano de los papas. El año 2005 fue testigo de vivas discusiones entorno al ya clásico debate creación-evolución. En el verano de ese año, el New York Times publicó un artículo del Card. Schönborn de gran repercusión mediática. A finales de ese año en Dover se celebró un juicio contra el movimiento Intelligent Design. La intensidad e interés de estas discusiones llevaron a Benedicto XVI a encargar al Card. Schönborn preparar la reunión del verano siguiente, que giró en torno al debate entre creación y evolución. Fue el 1 y 2 de septiembre de 2006.

Este volumen recoge cuatro ponencias de diversos autores y las intervenciones de los debate posteriores, incluidas las de Benedicto XVI. También se añade un apéndice con un artículo de uno de los participantes y coeditor del libro (S. Wiedenhofer) titulado Fe en la Creación y teoría de la Evolución, que fue un documento de trabajo. Los cuatro ponentes y los títulos de sus respectivas exposiciones fueron: P. Schuster, Evolución y Diseño. Intento de un reconocimiento de la teoría de la evolución; R. Spaemann, Descendencia y diseño inteligente; P. Erbrich, El problema de la creación y de la evolución); C. Schönborn, Fe-Razón-Ciencia. El debate sobre el evolucionismo.

Es difícil sintetizar completamente todas las cuestiones tratadas, pero algunos hilos conductores recorren, de una manera u otra, casi todas las intervenciones. Las palabras de Benedicto XVI y sus intervenciones finales lo sintetizan bien. Un punto importante señalado por el entonces Card. Ratzinger en un discurso de 1985, es que los problemas de la teoría de la evolución no se dirimen entre la ciencia y la fe, sino en el seno de la racionalidad que pretende reducirse a un sólo tipo sin respetar su pluralidad metódica.

En otra cita, ahora de un discurso en la Sorbona en el año 99, Benedicto XVI destaca que un punto central de este debate lo constituye el llegar al fundamento de lo real, y hasta qué punto la teoría de la evolución es posible como una teoría global, como algunos pretenden. El problema surge al presentar la evolución como una teoría de la totalidad convirtiéndola en una filosofía primera al modo de la metafísica. No se discute la capacidad de la evolución para explicar procesos biológicos. El problema está en la pretensión de globalidad, de totalidad con la que algunos la defienden. La evolución se presenta a veces de tal manera que se imposibilita decir algo que vaya más allá de lo que la ciencia nos dice sobre lo real. Se encuentra, además, con un problema insalvable cuando trata de constituirse como un saber global. Como consecuencia de la identidad que se descubre en la primacía del Logos y del Amor, cualquier explicación de la realidad que no esté en condiciones de explicar racionalmente un ethos es insuficiente para constituirse como saber filosófico. Los aspectos claves de la teoría de la evolución, es decir, la selección y la supervivencia del mejor adaptado son abiertamente insuficientes para fundar un ethos digno del hombre. Sin embargo, la identidad descubierta entre la razón y el amor como pilares de lo real son cuestiones nucleares.

En la primera intervención, el Prof. Schuster trata de presentar explícitamente la teoría de la evolución desde una perspectiva científica. Explica la evolución de una manera clara y ordenada con todos sus ingredientes actuales: las ideas de Darwin, Mendel, y la contribución de la bioquímica y genética modernas. Ofrece argumentos suficientes y consistentes para poder reconocerle el estatuto de teoría científica, el mismo que ostentan otras disciplinas como la física o la química, por ejemplo. Aparte de esbozar el papel que juega el azar en la biología, hace tres importantes consideraciones que después son objeto de debate porque tienen implicaciones de carácter filosófico o son objeto de discusión en la actualidad.

La primera de ellas es que la biología ofrece hoy una visión de la evolución por la que ésta se puede entender globalmente sin necesidad de postular un agente exterior que intervenga en sus procesos. En la segunda, se afirma que en el contexto de la teoría sintética de la evolución, el concepto de teleología es sustituido por el de teleonomía. Esto significa que el motor del cambio no es la finalidad, la cual, dice, es sólo aparente, y hay que contemplarla más bien como un resultado del proceso evolutivo. Esta afirmación, continúa, es consecuencia de una de las ideas básicas de la teoría de la evolución. Los cambios o mutaciones no están orientados, y su permanencia en los seres vivos viene determinada a posteriori y como consecuencia de los beneficios que reporta a su portador. En la tercera consideración, Schuster divisa una puerta abierta por la ciencia a la teología. El autor reconoce su fascinación por el hecho de que la vida se haya abierto paso a través de un pasillo o camino verdaderamente estrecho: la exigencia de unas condiciones físicas, primero, y ambientales, después, que se mueven en un margen muy estrecho de posibilidades.

En las otras intervenciones los ponentes abordan cuestiones relacionadas con la primera exposición desde un punto de vista filosófico. Uno de los temas centrales presentes en todas las exposiciones ha sido el de la finalidad. La lectura de cada exposición, en contraste con la primera, permite comprender que las afirmaciones de Shuster están condicionadas de una manera clara por el propósito explícito de no salir del ámbito científico. Otras ponencias tratan de entender la finalidad desde otros niveles de racionalidad, aunque no se llegue a conseguir una caracterización satisfactoria para todos. Queda claro que una adecuada comprensión de la teleología sigue estando en la base de la problematicidad del debate entre creación y evolución.

La intervención más crítica con respecto a la teoría de la evolución es la última. Schönborn se resiste a equiparar el estatuto científico de la teoría de la evolución con el ya asumido para otras ciencias como la física, y señala algunas de las objeciones que él considera más serias. El debate que sigue a esta ponencia ofrece puntos interesantes, p. ej., el grado de asentamiento científico de la teoría de la evolución, el uso ideológico que se hace de ella, la importancia de considerar distintos niveles de racionalidad o lectura de la realidad (tema expuesto con amplitud por Spaemann), la necesidad del concurso de la fe en la comprensión de lo real, etc. También provoca una de las intervenciones más largas de Benedicto XVI.

Finalmente, Benedicto XVI resume algunos de los puntos más destacados que se han tratado y concluye, en respuesta a un diálogo entre Schönborn y Wiedenhofer, con lo que podría considerarse una síntesis de su pensamiento sobre los temas abordados. Señala que no deberíamos apoyarnos sólo en la capacidad de la fe para explicarlo todo. Fe y razón van juntas, se complementan mutuamente: la racionalidad de la materia, que abre una ventana al Espíritu Creador, a la que no se debe renunciar, y la fe bíblica en la creación que nos ha señalado la vía a una civilización de la razón. Se trata de una dimensión de contacto entre el mundo griego y el bíblico. La naturaleza es racional, pero su racionalidad tiene límites: nuestra visión de lo real no nos permite una comprensión completa de los planes de Dios. Además, en la naturaleza permanece la contingencia y el enigma de lo horrible. Tampoco la filosofía puede comprenderlo. En este punto la filosofía reclama algo ulterior y la fe nos muestra el Logos, que es la razón creadora, que, de manera increíble puede hacerse carne, morir y resucitar. De esta forma se nos muestra un Logos completamente diverso al que podemos intuir y buscar tentativamente partiendo de los fundamentos de la naturaleza.

Este libro no es un tratado con el que se quiera llegar a conclusiones firmes y según un orden sistemático. Ofrece, en cambio, un buen número de reflexiones que inciden en problemas nucleares de la filosofía de la naturaleza. Hay muchas cuestiones abiertas y algunas ideas que ayudan a localizar los problemas y vislumbrar sus soluciones.

Discurso del Santo Padre Benedicto XVI

a los participantes en la Sesión Plenaria de la Academia Pontificia de Ciencias

Sala Clementina, jueves, 28 de octubre de 2010

Excelencias; ilustres señoras y señores:

Me complace saludaros a todos los aquí presentes mientras la Academia pontificia de ciencias se reúne para su sesión plenaria a fin de reflexionar sobre «La herencia científica del siglo XX». Saludo en particular al obispo Marcelo Sánchez Sorondo, canciller de la Academia. Aprovecho esta oportunidad también para recordar con afecto y gratitud al profesor Nicola Cabibbo, vuestro difunto presidente. Junto con todos vosotros, encomiendo en la oración su noble alma a Dios, Padre de misericordia.

La historia de la ciencia en el siglo XX está marcada por indudables conquistas y grandes progresos. Lamentablemente, por otro lado, la imagen popular de la ciencia del siglo XX a veces se caracteriza por dos elementos extremos. Por una parte, algunos consideran la ciencia como una panacea, demostrada por sus importantes conquistas en el siglo pasado. En efecto, sus innumerables avances han sido tan determinantes y rápidos que, aparentemente, confirman la opinión según la cual la ciencia puede responder a todos los interrogantes relacionados con la existencia del hombre e incluso a sus más altas aspiraciones. Por otra, algunos temen la ciencia y se alejan de ella a causa de ciertos desarrollos que hacen reflexionar, como la construcción y el uso aterrador de armas nucleares.

Ciertamente, la ciencia no queda definida por ninguno de estos dos extremos. Su tarea era y es una investigación paciente pero apasionada de la verdad sobre el cosmos, sobre la naturaleza y sobre la constitución del ser humano. En esta investigación se cuentan numerosos éxitos y numerosos fracasos, triunfos y derrotas. Los avances de la ciencia han sido alentadores, como por ejemplo cuando se descubrieron la complejidad de la naturaleza y sus fenómenos, más allá de nuestras expectativas, pero también humillantes, como cuando quedó demostrado que algunas de las teorías que hubieran debido explicar esos fenómenos de una vez por todas resultaron sólo parciales. Esto no quita que también los resultados provisionales son una contribución real al descubrimiento de la correspondencia entre el intelecto y las realidades naturales, sobre las cuales las generaciones sucesivas podrán basarse para un desarrollo ulterior.

Los avances realizados en el conocimiento científico en el siglo XX, en todas sus diversas disciplinas, han llevado a una conciencia decididamente mayor del lugar que el hombre y este planeta ocupan en el universo. En todas las ciencias, el denominador común sigue siendo la noción de experimentación como método organizado para observar la naturaleza. El hombre ha realizado más progresos en el siglo pasado que en toda la historia precedente de la humanidad, aunque no siempre en el conocimiento de sí mismo y de Dios, pero sí ciertamente en el de los microcosmos y los macrocosmos. Queridos amigos, nuestro encuentro de hoy es una demostración de la estima de la Iglesia por la constante investigación científica y de su gratitud por el esfuerzo científico que alienta y del que se beneficia. En nuestros días, los propios científicos aprecian cada vez más la necesidad de estar abiertos a la filosofía para descubrir el fundamento lógico y epistemológico de su metodología y de sus conclusiones. La Iglesia, por su parte, está convencida de que la actividad científica se beneficia claramente del reconocimiento de la dimensión espiritual del hombre y de su búsqueda de respuestas definitivas, que permitan el reconocimiento de un mundo que existe independientemente de nosotros, que no comprendemos exhaustivamente y que sólo podemos comprender en la medida en que logramos aferrar su lógica intrínseca. Los científicos no crean el mundo. Aprenden cosas sobre él y tratan de imitarlo, siguiendo las leyes y la inteligibilidad que la naturaleza nos manifiesta. La experiencia del científico como ser humano es, por tanto, percibir una constante, una ley, un logos que él no ha creado, sino que ha observado: en efecto, nos lleva a admitir la existencia de una Razón omnipotente, que es diferente respecto a la del hombre y que sostiene el mundo. Este es el punto de encuentro entre las ciencias naturales y la religión. Por consiguiente, la ciencia se convierte en un lugar de diálogo, un encuentro entre el hombre y la naturaleza y, potencialmente, también entre el hombre y su Creador.

Mientras miramos al siglo XXI, quiero proponeros dos pensamientos sobre los cuales reflexionar más en profundidad. En primer lugar, mientras los logros cada vez más numerosos de las ciencias aumentan nuestra maravilla frente a la complejidad de la naturaleza, se percibe cada vez más la necesidad de un enfoque interdisciplinario vinculado a una reflexión filosófica que lleve a una síntesis. En segundo lugar, en este nuevo siglo, los logros científicos deberían estar siempre inspirados en imperativos de fraternidad y de paz, contribuyendo a resolver los grandes problemas de la humanidad, y orientando los esfuerzos de cada uno hacia el auténtico bien del hombre y el desarrollo integral de los pueblos del mundo. El fruto positivo de la ciencia del siglo XXI seguramente dependerá, en gran medida, de la capacidad del científico de buscar la verdad y de aplicar los descubrimientos de un modo que se busque al mismo tiempo lo que es justo y bueno.

Con estos sentimientos, os invito a dirigir vuestra mirada hacia Cristo, la Sabiduría increada, y a reconocer su rostro, el Logos del Creador de todas las cosas. Renovando mis mejores deseos para vuestro trabajo, os imparto de buen grado mi bendición apostólica.

© Copyright 2010 - Libreria Editrice Vaticana

Finding Design in Nature

By Christoph Schönborn

The New York Times, July 7, 2005

Ever since 1996, when Pope John Paul II said that evolution (a term he did not define) was "more than just a hypothesis," defenders of neo-Darwinian dogma have often invoked the supposed acceptance —or at least acquiescence— of the Roman Catholic Church when they defend their theory as somehow compatible with Christian faith.

But this is not true. The Catholic Church, while leaving to science many details about the history of life on earth, proclaims that by the light of reason the human intellect can readily and clearly discern purpose and design in the natural world, including the world of living things.

Evolution in the sense of common ancestry might be true, but evolution in the neo-Darwinian sense —an unguided, unplanned process of random variation and natural selection— is not. Any system of thought that denies or seeks to explain away the overwhelming evidence for design in biology is ideology, not science.

Consider the real teaching of our beloved John Paul. While his rather vague and unimportant 1996 letter about evolution is always and everywhere cited, we see no one discussing these comments from a 1985 general audience that represents his robust teaching on nature:

"All the observations concerning the development of life lead to a similar conclusion. The evolution of living beings, of which science seeks to determine the stages and to discern the mechanism, presents an internal finality which arouses admiration. This finality which directs beings in a direction for which they are not responsible or in charge, obliges one to suppose a Mind which is its inventor, its creator."

He went on: "To all these indications of the existence of God the Creator, some oppose the power of chance or of the proper mechanisms of matter. To speak of chance for a universe which presents such a complex organization in its elements and such marvelous finality in its life would be equivalent to giving up the search for an explanation of the world as it appears to us. In fact, this would be equivalent to admitting effects without a cause. It would be to abdicate human intelligence, which would thus refuse to think and to seek a solution for its problems."

Note that in this quotation the word "finality" is a philosophical term synonymous with final cause, purpose or design. In comments at another general audience a year later, John Paul concludes, "It is clear that the truth of faith about creation is radically opposed to the theories of materialistic philosophy. These view the cosmos as the result of an evolution of matter reducible to pure chance and necessity."

Naturally, the authoritative Catechism of the Catholic Church agrees: "Human intelligence is surely already capable of finding a response to the question of origins. The existence of God the Creator can be known with certainty through his works, by the light of human reason." It adds: "We believe that God created the world according to his wisdom. It is not the product of any necessity whatever, nor of blind fate or chance."

In an unfortunate new twist on this old controversy, neo-Darwinists recently have sought to portray our new pope, Benedict XVI, as a satisfied evolutionist. They have quoted a sentence about common ancestry from a 2004 document of the International Theological Commission, pointed out that Benedict was at the time head of the commission, and concluded that the Catholic Church has no problem with the notion of "evolution" as used by mainstream biologists —that is, synonymous with neo-Darwinism.

The commission's document, however, reaffirms the perennial teaching of the Catholic Church about the reality of design in nature. Commenting on the widespread abuse of John Paul's 1996 letter on evolution, the commission cautions that "the letter cannot be read as a blanket approbation of all theories of evolution, including those of a neo-Darwinian provenance which explicitly deny to divine providence any truly causal role in the development of life in the universe."

Furthermore, according to the commission, "An unguided evolutionary process —one that falls outside the bounds of divine providence— simply cannot exist."

Indeed, in the homily at his installation just a few weeks ago, Benedict proclaimed: "We are not some casual and meaningless product of evolution. Each of us is the result of a thought of God. Each of us is willed, each of us is loved, each of us is necessary."

Throughout history the church has defended the truths of faith given by Jesus Christ. But in the modern era, the Catholic Church is in the odd position of standing in firm defense of reason as well. In the 19th century, the First Vatican Council taught a world newly enthralled by the "death of God" that by the use of reason alone mankind could come to know the reality of the Uncaused Cause, the First Mover, the God of the philosophers.

Now at the beginning of the 21st century, faced with scientific claims like neo-Darwinism and the multiverse hypothesis in cosmology invented to avoid the overwhelming evidence for purpose and design found in modern science, the Catholic Church will again defend human reason by proclaiming that the immanent design evident in nature is real. Scientific theories that try to explain away the appearance of design as the result of "chance and necessity" are not scientific at all, but, as John Paul put it, an abdication of human intelligence.

Christoph Schönborn, the Roman Catholic cardinal archbishop of Vienna, was the lead editor of the official 1992 Catechism of the Catholic Church.

Las tres explicaciones sobre el origen y la evolución del universo

Juan Luis Lorda, Universidad de Navarra

Publicado en Actualidad catequética 225-226 (2011) 134-148.

Introducción

Tres explicaciones globales y tres modelos de hombre

La imagen cristiana del hombre es un gran camino de evangelización

Nota bibliográfica

Notas

1. Introducción

Los dos libros de Dios

El Evangelio es una gran revelación de Dios, una luz nueva para iluminar todas las cosas de este mundo. Nos habla de Dios y del hombre y de su relación mutua. Desde el punto de vista cristiano, la revelación del Evangelio es, en realidad, la “segunda” revelación, porque Dios ya ha hablado en la creación, cuando formó la naturaleza: “Los cielos proclaman la gloria de Dios; y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Sal 19,1)

Por eso, hay una vieja tradición de pensamiento cristiana que habla de los “dos libros” de Dios: el de la naturaleza y el de la revelación. Así lo dice bellamente San Agustín: “Es libro para ti la Sagrada Escritura, para que la oigas. Y es libro para ti el orbe de la tierra, para que lo veas” 1.

Con esta imagen se expresa bien cuál es la mente cristiana sobre los dos tipos de saberes que vienen de Dios: el que encontramos en la naturaleza y el que nos llega con la revelación.

Novedades en el libro de la naturaleza.

Sobre el origen del hombre y del mundo, antes sólo teníamos el relato del Génesis y algunos mitos y fábulas antiguos. Desde mediados del siglo XIX, tenemos otro relato sobre el origen de las especies y del hombre, el que inició Charles Darwin, que ha sido completado y perfilado a medida que hemos conocido mejor la genética.

Y, desde mediados del siglo XX, tenemos también un nuevo relato sobre el origen del mundo: el Big Bang, la gran explosión. Según los indicios que tenemos, el universo actual procede de la explosión de un punto enormemente denso, y todavía está en expansión.

Ambas teorías científicas son más que hipótesis porque han acumulado pruebas en su favor. Esas pruebas parecen suficientes para sostener que ambas hipótesis conforman la historia de nuestro universo. Aunque no conocemos todos los detalles ni podemos comprobarlos perfectamente, por la enorme distancia de tiempo y la imposibilidad de repetir estos procesos en un laboratorio.

En el caso de la evolución, el registro fósil es algo así como un puzzle en el que faltan casi todas las piezas y las que tenemos están rotas. Pero son suficientemente significativas. Además, es probable que, en los próximos años, alcancemos una mayor confirmación genética de la forma en que se han realizado los saltos entre las especies, en la medida en que se conozcan más y se puedan comparar mejor los genomas de las especies.

En el caso del Big Bang, los indicios también son muy fuertes, pero se trata de un caso límite: porque en esa explosión no sólo se originó todo el universo que conocemos, sino también todas sus partes, partículas y leyes, a partir del despliegue de un punto original. Por eso, el momento original es como una especie de límite de nuestro conocimiento físico y más allá no podemos ir nada más que con la imaginación.

Hay que tener en cuenta que la investigación científica en estos campos es muy difícil y camina paso a paso. Hay que estar bastante enterado para comprender cuál es el significado de los pequeños avances, de un hallazgo en el campo de la paleontología, de la genética, de la astrofísica o de la física de partículas. O de las nuevas hipótesis que se formulan. Suele ser una información muy difícil de transmitir. En estos temas hay una gran distancia entre la investigación científica y lo que se puede transmitir al público. Por eso, no hay que hacer demasiado caso de las noticias sensacionalistas que salpican los medios de comunicación a lo largo del año. Es mejor recurrir a revistas especializadas de calidad, con criterio realmente científico 2.

Un universo unificado

El hecho es que con estas lecturas del libro de la naturaleza, nuestra idea del universo es muy distinta de la que podían tener, por ejemplo, hace cien años. Hoy podemos contar una historia del universo desde un momento original hasta el momento actual. Podemos describir todo el despliegue de la materia con la conformación del universo que conocemos, incluida la tierra, que es un sistema bien curioso y sorprendente. Y toda la evolución de la vida con su múltiple riqueza y, también, sus muchas curiosidades y sorpresas. Ciertamente, no podemos contar los detalles, y desconocemos muchas transiciones, pero podemos contar las líneas generales.

Se trata de una única historia: una historia donde ha surgido todo y donde todo está relacionado: todas las estructuras de la materia y todos los organismos vivos. Todo se ha hecho a partir de un punto original y todo está hecho de lo mismo.

Nunca hemos tenido una idea tan unitaria de la realidad. Las gentes de otras épocas vivían en un mundo lleno de misterios aparentemente inconexos. Había muchas explicaciones parciales y muchos misterios desconocidos. Hoy no lo sabemos todo, pero sabemos que todo está relacionado. Es un dato importante y en cierto modo nuevo en la historia del pensamiento. Quizá uno de los datos más importantes de la historia del pensamiento.

Las ciencias modernas han hecho estas importantes lecturas en el libro de la naturaleza. El avance de la física, de la química, de la biología y de la astrofísica han llegado a la conclusión de que todo está hecho de lo mismo, de lo mismos componentes elementales. Además las dos grandes teorías que hemos comentado (de la evolución y del Big Bang) nos dicen que todo forma parte de una única historia. “Todo” quiere decir, todo lo que podemos ver en el universo: todos los cuerpos del espacio, todos los materiales de la tierra, todos los seres vivos y el hombre. Todo forma parte de una misma historia.

Un mundo maravilloso

Si no hemos perdido la capacidad de asombro, fácilmente nos daremos cuenta de que se trata de una afirmación maravillosa. Hay mucha gente que ya no tiene capacidad contemplativa, que no se admira de nada, que todo le parece “normal”; porque se acostumbran a las cosas y entonces ya no las admiran. Pero al que haya conservado estas capacidades tan humanas, la historia del universo le parecerá absolutamente fascinante. La historia más maravillosa que se puede contar. Aquí ha emergido toda la realidad conocida. En ese sentido, el progreso de las ciencias es verdaderamente fascinante.

El relato sobre la historia del universo es mucho más maravilloso que un cuento de hadas e incluso podría ser contado como un cuento de hadas: “Érase una vez que había un punto muy pequeño pero enormemente denso, y, de repente, estalló irradiando una cantidad fabulosa de energía. Y entonces...”.

Para un cristiano, esta historia es una manifestación casi evidente del poder de Dios. Ver tanta inteligencia y tanta maravilla le recuerdan las famosas frases del inicio d el salmo 19: “Los cielos proclaman la gloria de Dios; y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Sal 19,1)

En cambio, para personas que tienen una visión materialista, es un puro despliegue de “azar y necesidad”, por usar este binomio que recuerda el célebre libro de Monod, premio Nóbel de medicina y representante moderno del materialismo biológico. Todo ha sucedido sin sentido alguno y de una manera imprevista y absurda. Y sigue sin tener sentido ninguno y siendo absurdo: desde la primera explosión hasta la existencia humana. Esto choca de una manera tan fuerte con nuestra sensibilidad que apenas afecta a las personas normales. Pero hay muchos teóricos que defienden que, efectivamente, el universo es fruto ciego del azar y la necesidad. Y, por tanto, en el fondo, absurdo.

2. Tres explicaciones globales y tres modelos de hombre

Tres modelos de explicación del universo

Como nuestra imagen científica moderna del universo se ha hecho tan unitaria, se han reducido mucho las explicaciones posibles. Es decir, la manera global de entender el mundo o de representarse cómo es. Por eso, se puede decir que quedan muy pocas cosmovisiones posibles, muy pocas visiones globales del mundo. Y son las que vamos a presentar ahora para compararlas.

De entrada, caben tres posibilidades:

- El mundo viene “de abajo”: no hay Dios y el mundo se ha hecho solo a sí mismo, por casualidades y por el surgimiento casual de leyes internas que han dirigido el crecimiento. Entonces, en el fondo, efectivamente, el mundo es absurdo. No puede tener ninguna lógica. Es la tesis materialista, que es defendida por mucha gente, incluido expertos científicos, aunque quizá sin llegar a sus últimas consecuencias.

- El mundo viene “de arriba”: lo ha hecho un ser inteligente, Dios. Por tanto, no viene “de abajo”, sino “de arriba”. Y la explicación de su orden interno, del surgimiento de estructuras y de sus mismas leyes, es que ha sido pensado por un ser inteligente. A Benedicto XVI le gusta pensar en la misma “entraña matemática” del mundo 3. Galileo dijo que la naturaleza tiene entraña matemática, pero ese orden maravilloso merece una explicación.

- El mundo mismo es Dios o, por lo menos divino. Es la tercera posibilidad. Aunque, de entrada, puede parecer sorprendente, esta postura está bastante extendida. La defienden algunos panteísmos antiguos o los panteísmos orientales. Y es también la postura insinuada por algunos importantes científicos modernos, por ejemplo, el premio Nóbel de física Schrödinger o el propio Einstein. Lo característico de esta postura es transmitir al universo la característica más importante que se puede hallar en él, la conciencia humana. De tal manera que, aunque no sea una persona, dan al todo una cierta conciencia o, por lo menos, lo consideran con una cierta lógica global como el fundamento de todas las conciencias. Al todo, se le puede llamar “Dios”, aunque, generalmente, no piensan en un ser personal. Es más algo que alguien.

Estas son las tres grandes posibilidades. Los materialistas reducen la maravilla a la casualidad. Los “panteístas” piensan que el mundo es un todo maravilloso con todas las propiedades. Los creyentes pensamos en un mundo maravilloso creado por un ser inteligente, que no se confunde con el mundo. Estas son las posturas posibles. El Catecismo de la Iglesia Católica las describe así : “Algunos filósofos han dicho que todo es Dios, que el mundo es Dios o que el devenir del mundo es el devenir de Dios (panteísmo). (...) Otros finalmente no aceptan ningún origen trascendente del mundo, sino que ven en él el puro juego de una materia que ha existido siempre (materialismo)” (CEC 285).

Tres modelos distintos de hombre

Las tres explicaciones globales dan lugar a tres modelos de ser humano:

- Si el mundo es una casualidad sin sentido, el ser humano es también una casualidad sin sentido. Y no vale más que el resto. Esto tiene consecuencias prácticas insostenibles. Nuestra cultura occidental y nuestras instituciones democráticas están basadas en la idea de que todo hombre tiene una especial dignidad que debe ser respetada. Pero si es un poco de materia acumulada por casualidad no se ve por qué hay que respetarla especialmente. Desde luego, este materialismo científico o “cientifista” está erosionando las bases de nuestra cultura democrática, cuando hace perder dignidad a las personas en condiciones límite (aborto, eutanasia, quizá pronto eugenesia).

- Si el mundo lo ha hecho Dios, el hombre puede ser, como defiende el mensaje bíblico, “imagen de Dios”. Es persona a imagen de las personas divinas. Un ser inteligente y libre, capaz de bien y de amor, y que se realiza amando, a imagen de las personas divinas. La explicación radical de la singularidad de la conciencia humana vendría de Dios. Si no, sólo puede venir de la materia.

- Si el mundo mismo es Dios o una especie de todo divino, todo es parte de lo mismo. Todo es divino o emanación unida a lo divino. Entonces, el ser humano sólo puede ser un chispazo transitorio del todo. Una parte que se ha separado temporalmente y que manifiesta temporalmente una conciencia personal, pero que está llamada a unirse y fundirse en el Todo, como defienden los panteísmos orientales (se aprecia en la tradición budista o hinduista). No puede haber una identidad personal fuerte, sino transitoria. Por eso, es frecuente encontrarse en estas posturas con la creencia en la reencarnación o trasmigración de las “almas”.

El problema de las “mayúsculas”

Estamos acostumbrados a hablar de grandes dimensiones humanas, como el amor, la justicia, la libertad y la belleza. Nos parecen tan importantes que las podemos escribir con mayúsculas: Amor, Justicia, Libertad, Belleza.

Pero si el mundo es azar y necesidad, estas dimensiones humanas no pueden tener mucho fondo ni tener mucho sentido. ¿Qué sentido puede tener el amor o la justicia en un mundo surgido de partículas elementales por casualidad? En la física, existe la masa o la carga, pero no existe el amor o la justicia. Si no son dimensiones de la materia, y no hay más que materia, sólo pueden ser ilusiones del espíritu. Algo ficticio. El amor no puede ser nada más que instinto y, en el fondo, física. Y la justicia sólo puede ser una ilusión humana que no tiene ningún fundamento ni en la física, que sólo sabe de atracciones y repulsiones, ni en la biología, donde prima la ley de la selva. Ni en la física ni en la biología, hay justicia. Es propio de personas que se reconocen una dignidad y que se saben distintas de la materia y de los animales.

Sólo si el mundo lo ha hecho Dios, estas dimensiones tan humanas pueden ser reflejos de un Dios personal. Dios lo tiene en plenitud. El hombre lo puede tener como imagen. No lo puede tener en plenitud, pero lo puede tener realmente. Puede existir en su vida algo que realmente sea amor y justicia y libertad y belleza. Y no sólo apariencia, sino realidad. Sólo ante el Dios personal, el ser humano puede ser considerado persona y tener estas dimensiones personales. Para el cristianismo, el ser humano es querido para siempre. Por eso tiene un alma personal, espiritual e inmortal.

Es fácil hacer afirmaciones materialistas, pero es muy difícil vivir como un materialista consecuente, porque contradice las aspiraciones y los usos más elementales de la condición humana. Todo materialista debería cuestionarse seriamente si tiene sentido que quiera a sus hijos, a su cónyuge, a sus padres o a sus a migos. ¿Tiene sentido ese amor? ¿Es lógico querer más a un hijo que a un mueble, si son lo mismo? Y otro tanto en relación con sus aspiraciones o sus reclamaciones de justicia: ¿Tienen sentido en un universo que es azar y necesidad? ¿Por qué hay que aspirar al amor o defender la justicia en lugar de aceptar el azar y la necesidad? Pero, ¿cómo ser materialista y defender la justicia?

Y si el materialismo, que parece tan serio, resulta tan inhumano, ¿no habrá algún error de planteamiento? Si partiendo de nuestra idea reductiva de la materia acabamos negando lo humano ¿no será que nos equivocamos de método? ¿No habrá que partir de la existencia de estas dimensiones humanas, que son tan reales por lo menos como las de la materia, para demostrar que el mundo es más rico que la visión materialista ? ¿O es que la justicia no existe porque no tenemos un termómetro para medirla?

El problema de la libertad

El tema de la “mayúscula” de la libertad es especial. La Libertad es una gran dimensión humana, muy enaltecida en la historia de nuestro mundo moderno. Incluso se han erigido importantes estatuas a la Libertad en París y, sobre todo, en Nueva York (regalo del Estado francés) .

Pero, si el mundo es sólo materia evolucionada por azar y necesidad, no puede haber realmente libertad. Azar quiere decir pura casualidad; y necesidad quiere decir determinación, ausencia de libertad. Si la materia no es libre y el hombre es sólo materia, en el hombre no hay libertad. Y entonces toda la cultura moderna, incluso toda la cultura humana ha caído en un error fundamental. Sigue viviendo en el mito y no en la ciencia.

Claro es que también aquí es imposible ser consecuentes. Si pensamos que la libertad no existe y que todo lo que hacemos está dominado por el azar y la necesidad, habría que cambiar muchas cosas. Pero todo intento de tomarse en serio esta afirmación es una especie de chiste. Porque si pensamos que el azar y la necesidad es la explicación de todo, hay que pensar que lo pensamos por puro azar y necesidad, no porque sea lógico. La materia no es ni lógica ni no lógica. Es sólo azar y necesidad. Y en consecuencia, el pensamiento y todo lo que pensemos, sólo puede ser azar y necesidad, tanto si pensamos una cosa como si pensamos la contraria.

Así lo argumentó muy simpáticamente el Papa Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona: “Al final, se presenta esta alternativa: ¿Qué hay en el origen? O la Razón creadora, el Espíritu creador que lo realiza todo y deja que se desarrolle, o la Irracionalidad que, sin pensar y sin darse cuenta, produce un cosmos ordenado matemáticamente, y también el hombre con su razón. Pero entonces, la razón humana sería un azar de la Evolución y, en el fondo, irracional” ( Homilía en Ratisbona, 12.IX.2006).

Pero vayamos al núcleo de la cuestión. Si el ser humano es sólo materia, dominada por el azar y la necesidad, no puede ser realmente libre. La única salida materialista de este argumento (intentada por muchos) es refugiarse en la mecánica cuántica. Resulta que toda la física es determinista, menos la física de las partículas subatómicas, la física cuántica, donde no podemos determinar exactamente la posición y velocidad de las partículas elementales (electrones, fotones) ni tampoco su comportamiento (como onda o como corpúsculo). Esto es, en definitiva, el principio de indeterminación de Heisenberg. Según la visión científica actual de las cosas, la materia está totalmente determinada, menos en esa esfera. La solución sería, entonces, intentar relacionar la libertad humana con esa esfera de indeterminación. Es lo que hace, por ejemplo, Penrose (La nueva mente del emperador). Y le siguen otros.

Pero se trata de un trágico (o cómico) malentendido. Indeterminación significa que no sabemos determinar dónde está algo ni cómo se va a comportar. Pero libertad es más que no poder prever lo que va a pasar. Es, precisamente, decidir lo que va a pasar. Ciertamente no podemos saber de qué manera se va a comportar una persona, porque es libre. En eso el comportamiento de las personas se parece al de las partículas subatómicas: es imprevisible. Pero las personas libres piensan lo que van a hacer y son capaces de hacer libremente construcciones que son fruto de su espíritu, como la catedral de Toledo, por ejemplo. Se puede decir que la catedral de Toledo estaba indeterminada porque, antes de hacerla, nada hacía suponer que en ese terreno habría una catedral. Pero la catedral de Toledo no es el fruto de la indeterminación, sino de la libertad humana, que está llena de pensamiento, de proyecto, de imaginación, de decisiones creativas. Cosa que no tienen las partículas elementales ni ninguna otra esfera de la materia.

Por eso, es casi un chiste intentar relacionar la libertad humana con la mecánica cuántica. La libertad humana está relacionada fundamentalmente con la inteligencia. Somos libres porque somos inteligentes. Y la inteligencia es un misterio casi tan grande como la libertad. Es la prueba más evidente de que en el universo hay algo más que materia. Que hay pensamiento, que hay libertad, que hay bondad, que hay justicia, que hay amor. Y todas estas dimensiones de la persona humana son las que los cristianos defendemos como parte de la imagen de Dios. Como imagen de un Dios bueno, libre y creador, tiene sentido un hombre libre y creativo, que quiere ser bueno y justo. Y que considera un gran bien amar y ser amado. Estas dimensiones son la prueba más clara de cómo hay que contemplar el universo. Si sólo lo queremos explicar desde la materia, desde la biología o desde las realidades personales, la explicación no es tal.

3. La imagen cristiana del hombre es un gran camino de evangelización

Con lo que hemos dicho se ve hasta qué punto la cosmovisión cristiana es coherente con la condición y las aspiraciones de la persona humana. Mostrar esta coincidencia es un gran camino de evangelización, como señaló el Papa Juan Pablo II. En su discurso a los teólogos españoles en Salamanca, decía que el pensamiento cristiano “deberá buscar en las estructuras esenciales de la existencia humana las dimensiones trascendentes que constituyen la capacidad radical del hombre de ser interpelado por el mensaje cristiano para comprenderlo como salvífico, es decir, como respuesta de plenitud gratuita a las cuestiones fundamentales de la vida humana. Este fue el proceso de reflexión teológica seguido por el Concilio Vaticano II en la constitución Gaudium et Spes: la correlación entre los problemas hondos y decisivos del hombre, y la luz nueva que irradia sobre ellos la persona y el mensaje de Jesucristo” 4.

¿Compatible o incompatible?

El mensaje cristiano no tiene problemas ni con los datos ni con la teoría de la evolución, ni tampoco con la hipótesis del Big Bang. Al contrario: el relato científico cada vez es más “maravilloso”: hermoso, asombroso, misterioso... En ese sentido, si no perdemos capacidad contemplativa, cada vez está más cerca de la sensibilidad cristiana. Después de dos siglos de profesores materialistas que repetían que “la materia ni se crea ni se destruye” y que tildaban de cuento absurdo la creación cristiana, resulta que la visión científica del universo, se parece cada vez más a una creación de la nada. Aunque ésta no se puede probar físicamente.

Lo que resulta incompatible con la fe cristiana es una interpretación materialista o reduccionista que defienda que toda esta maravilla viene “de abajo”, que todo es materia, que, sin ningún sentido y por pura casualidad ha ido creciendo. Esto contradice el sentido de fe. Pero, según acabamos de ver, también contradice el sentido común. Y nuestra experiencia directa de la realidad: el orden y la estructura necesitan explicación.

Hay que saber que en Estados Unidos hay un debate muy vivo entre lo que se llama creacionismo y un evolucionismo, que no es sólo ciencia sino ideología materialista. Movimientos tradicionales cristianos, generalmente protestantes, aspiran a que se enseñe en las escuelas una teoría “creacionista” al mismo nivel con que se enseña una teoría “evolucionista”, que, muchas veces, no es sólo una visión científica del mundo, sino también una visión ideológica y materialista del mundo. Si sólo explico los datos de la evolución, estoy en el terreno de la ciencia. Si explico que el mundo se ha hecho por pura casualidad, introduzco una posición ideológica que no se puede demostrar en el laboratorio o estudiando fósiles.

Llegar a la idea de un Dios creador está más allá de los datos científicos. Pero es una deducción posible, de naturaleza filosófica, al contemplar el conjunto de la realidad. Para nosotros los cristianos, esa deducción, viene reforzada por nuestra fe.

En Estados Unidos, las posturas creacionistas están sostenidas, a veces, por grupos fundamentalistas protestantes que, a veces, defienden una interpretación puramente literal de la Biblia, incluyendo cálculos de fechas sobre la creación del mundo, que habría sido hace unos 5000 años. En cambio, la posición católica, desde muy antiguo, entiende que el relato no trata de transmitir datos físicos sobre la constitución y estructura del mundo, sino el dato religioso de que ha sido hecho por Dios.

Desde el punto de vista católico, Dios creó un mundo que tiene sus leyes propias. No hay ningún problema en que el universo se desarrolle según su propia dinámica, contando también con “casualidades”. Por eso, la fe cristiana es perfectamente compatible con los “datos” que hoy tenemos sobre el origen del universo y de las formas de vida, incluido el hombre. Para nosotros la creación es una maravilla del poder de Dios y todavía está en acto en la historia de este mundo y, en particular, en cada ser humano que nace.

El valor de las “mayúsculas”

Como hemos dicho, todos los indicios nos hablan de que el mundo también viene “de arriba”. Todo lo que “parece más” que materia, para nosotros es un signo de Dios, un camino hacia Dios; y una presentación del cristianismo. Hemos mencionado algunas de las grandes dimensiones humanas, que nos son más queridas, y que son un gran testimonio de la trascendencia de la persona humana, de la constitución del universo y de su origen divino.

En esta manera de contemplar la realidad humana coincidimos con otras muchas personas, creyentes o no. Con muchas personas que quizá no tienen una dimensión religiosa de la vida o, al menos, una dimensión cristiana, pero captan espontáneamente el valor de la realidad. Para esas personas, la coincidencia entre lo que sienten y la doctrina cristiana puede ser un gran camino de evangelización. El cristianismo responde a las aspiraciones más profundas de las personas. Vamos a repasarlas.

1) Los cristianos creemos en el valor de la Persona, en su dignidad, porque no sólo es materia, sino “imagen de Dios”. Todo el que crea en el valor de la persona, se acerca a pensar el mundo “desde arriba”, se acerca a la fe.

2) Creemos en el valor de la Justicia, que no es aspiración de la materia, sino cualidad de Dios y del mundo personal creado por Él. Todo el que “tiene hambre y sed de Justicia”, tiene también hambre del mundo personal de Dios. No es la ley de la materia ni la ley de la selva.

3) Creemos en el valor del Amor, que no es una propiedad de la materia, sino de Dios. Todo el que tiene una idea alta del amor personal y una aspiración de comunión entre las personas y de paz entre los hombres, está deseando a Dios y se acerca al punto de vista cristiano.

4) Creemos en el valor de la Verdad (y del Saber y de Sentido de la Vida), todo lo creado contiene la mente del Creador, por eso puede ser pensado. Y la vida humana tiene sentido. La idea misma de verdad nos habla de la inteligencia divina. Porque el fruto de la casualidad es el absurdo. Todo el que ama la verdad y busca el sentido de la vida está suponiendo que existe y se acerca a la fe.

5) Creemos en el valor de la Belleza, física, moral y espiritual, reflejo de Dios en el mundo y en las personas y en lo más bello de las personas (la justicia, el amor y la verdad: “Sólo la belleza salvará el mundo”, según la famosa frase de Dostoievsky (que inspiró el célebre discurso del Premio Nóbel Solzhenitsyn -1972-).

El beneficio de la catequesis sobre la creación

Los cristianos vemos el mundo “desde arriba” y “desde abajo”, según los dos libros que se nos han dado para leer: el de la naturaleza y el de la fe. Los vemos compatibles, aunque no conozcamos todos los detalles. Y nos maravillamos de su belleza, del amor creador de Dios.

La catequesis sobre la creación es proporcionar la luz con la que hay que mirar el mundo. Es hablar del otro libro, que permite levantar la mirada y ver la “maravilla” del relato científico, además de explicar el sentido de la vida humana en el mundo creado por Dios. Con su verdad, su belleza, su amor y su justicia. Con el valor eterno de cada persona. También con el valor de la naturaleza, llena de azar y necesidad, y de maravillosas dimensiones creadas por Dios y reflejo de Dios. Con un despliegue formidable y asombroso que nos llena de admiración y de devoción.

4. Nota bibliográfica

Sobre los “dos libros”, de la naturaleza y de la revelación

G. Tanzella-Nitti, The two Books prior to the Scientific Revolution, en “Annales Theologici” 18 (2004) 51-83; J. Seibold S. J., Liber naturae et liber Scripturae. Doctrina patrística medieval, su interpretación moderna y su perspectiva actual, en Stromata (Univ. San Miguel el Salvador) 40 (1984/I-II) 59-85. El tema está en San Agustín, en San Buenaventura y en muchos autores medievales. Es famoso el Liber creaturarum, de Ramón Sibiuda. También Galileo usó este tema al defender su postura, en su carta a Cristina de Lorena.

Sobre las cosmovisiones

Este tema ya lo había abordado en Las cuatro cosmovisiones, recogido en mi libro Para una idea cristiana del hombre, Rialp, Madrid 2010. El materialismo es una forma de pensamiento que atraviesa toda la historia. El “panteísmo” tiene versiones religiosas antiguas (budismo, hinduísmo, sintoísmo...); modernas (New age) y versiones no religiosas sino más bien filosóficas: unas antiguas (Spinoza) y otras más recientes (Schrödinger). En Einstein era más bien una especie de mentalidad, más que una doctrina construida y no tenía una particular connotación religiosa, sino de admiración por el universo.

Recientemente, hay que notar un nuevo “biologicismo”, que es más que materialismo porque intenta explicar toda la realidad humana a partir de una ley biológica elemental: la ley de conservación del patrimonio genético. Con esto intentan explicar todo el desarrollo de la evolución, con el crecimiento de la complejidad y todas las características de la cultura humana. Es la posición de Richard Dawkins, desde su libro El gen egoísta y El relojero ciego. Es un importante divulgador científico visceralmente anticristiano, con mucha presencia en los medios. Se diferencia del materialismo puro y duro en que no se remite a las propiedades de la materia, sino a una ley biológica. Aparte de que no son admisibles muchas de sus simplificaciones, cabe hacer una consideración general: si se admite una ley biológica que no hay modo de reducir conceptualmente a las leyes de la física, ¿cómo se explica la existencia de esa ley fundamental? Y ¿por qué no va a haber otras leyes superiores si existe esa?

Sobre la compatibilidad de la visión cristiana con la visión científica del mundo

No siempre es fácil encontrar literatura de divulgación equilibrada y que reúna un buen conocimiento del estado de las ciencias y suficiente sentido cristiano. Por una parte se necesita buena información científica: por otra parte hay que saber distinguir lo que es ciencia de lo que es ideología.

En este campo ha hecho una gran labor Mariano Artigas, físico y teólogo, con muchas obras sobre la evolución Las fronteras del evolucionismo (Palabra 2004); las relaciones Ciencia y fe. Nuevas perspectivas (Eunsa 1992); Ciencia, razón y fe (Palabra 1992); como ensayo más global, La mente del universo (Eunsa 2000). Está pendiente de traducción sus Oráculos de la ciencia, donde describe y juzga las posiciones de algunos grandes científicos y divulgadores de la ciencia. Y junto con el genetista Daniel Turbón, Origen del hombre. Ciencia, Filosofía y Religión (Eunsa 2007).

También merece atención la obra de Agustín Udías, catedrático de geofísica de la Universidad Complutense de Madrid, El universo, la ciencia y Dios (PPC, 2001). Siempre he guardado veneración por el pequeño y lúcido libro del matemático y físico alemán Pacual Jordan, Creación y misterio (Eunsa, 1978 ), aunque necesita unos mínimos conocimientos científicos y matemáticos (estadísticos) para entenderlo.

También vale la pena mencionar la obra de Stanley Jaki, Física y religión en perspectiva (Rialp, 1990). Jaki fue un gran estudioso de la filosofía de la ciencia y de su relación con la religión y defendía que el desarrollo de la ciencia occidental se debe, en gran medida, a que la fe cristiana “desencantó” el mundo y le dio al hombre el mandato de dominarlo: The road of science and the ways to God (Univ. de Chicago, 1978).

Por su parte, A. Fernández-Rañada, en Los científicos y Dios (Trotta, 2002) muestra la fe cristiana y el impulso cristiano de muchos grandes científicos. En ese sentido también J. M. Riaza, La Iglesia en la historia de la ciencia (BAC, 1999).

Es particularmente interesante el testimonio de Francis Collins, director del National Human Genome Research Institute, que ha realizado la investigación sobre el genoma humano. Su libro ¿Cómo habla Dios? (Temas de hoy, 2007) es un libro muy inteligente y matizado sobre estas cuestiones, con sentido cristiano. También es interesante el libro de Diego Martínez Caro, Génesis. El origen del universo, de la vida y del hombre (Homolegens 2008), que, además, de hacer una buena presentación científica, plantea, al final, las preguntas de la fe.

Sobre todos estos temas, existe información en línea en las páginas web del grupo de trabajo CRYF de la Universidad de Navarra. Se puede hallar fácilmente en cualquier buscador de Internet.

5. Notas

(1) “Liber tibi sit pagina divina, ut haec audias; liber tibi sit orbis terrarum, ut haec videas” Enarrationes in Psalmos 45, 7 (PL 36, 518).

(2) Internacionalmente son conocidas Science, Nature, etc.; en España, Investigación y Ciencia

(3) “Me parece casi increíble que coincidan una invención del intelecto humano y la estructura del universo: la matemática inventada por nosotros nos da realmente acceso a la naturaleza del universo y nos permite utilizarlo. Por tanto, coinciden la estructura intelectual del sujeto humano y la estructura objetiva de la realidad: la razón subjetiva y la razón objetivada en la naturaleza son idénticas. Creo que esta coincidencia entre lo que nosotros hemos pensado y el modo como se realiza y se comporta la naturaleza son un enigma y un gran desafío, porque vemos que, en definitiva, es ‘una razón’ la razón que las une a ambas: nuestra razón no podría descubrir la otra si no hubiera una idéntica razón en la raíz de ambas” (respuesta en el encuentro con los jóvenes de Roma y del Lazio, IV 2006, tomada de Zenit).

(4) Ibidem

God and Evolution

Cardenal Avery Dulles

Publicado en First Things (octubre 2007)

During the second half of the nineteenth century, it became common to speak of a war between science and religion. But over the course of the twentieth century, that hostility gradually subsided. Following in the footsteps of the Second Vatican Council, John Paul II at the beginning of his pontificate established a commission to review and correct the condemnation of Galileo at his trial of 1633. In 1983 he held a conference celebrating the 350th anniversary of the publication of Galileo’s Dialogues Concerning Two New Sciences, at which he remarked that the experience of the Galileo case had led the Church “to a more mature attitude and a more accurate grasp of the authority proper to her,” enabling her better to distinguish between “essentials of the faith” and the “scientific systems of a given age.”

From September 21 to 26, 1987, the pope sponsored a week of study on science and religion at Castel Gandolfo. On June 1, 1988, reflecting on the results of his conference, he sent a positive and encouraging letter to the director of the Vatican Observatory, steering a middle course between a separation and a fusion of the disciplines. He recommended a program of dialogue and interaction, in which science and religion would seek neither to supplant each other nor to ignore each other. They should search together for a more thorough understanding of one another’s competencies and limitations, and they should look especially for common ground. Science should not try to become religion, nor should religion seek to take the place of science. Science can purify religion from error and superstition, while religion purifies science from idolatry and false absolutes. Each discipline should therefore retain its integrity and yet be open to the insights and discoveries of the other.

In a widely noticed message on evolution to the Pontifical Academy of Sciences, sent on October 22, 1996, John Paul II noted that, while there are several theories of evolution, the fact of the evolution of the human body from lower forms of life is “more than a hypothesis.” But human life, he insisted, was separated from all that is less than human by an “ontological difference.” The spiritual soul, said the pope, does not simply emerge from the forces of living matter nor is it a mere epiphenomenon of matter. Faith enables us to affirm that the human soul is immediately created by God.

The pope was interpreted in some circles as having accepted the neo-Darwinian view that evolution is sufficiently explained by random mutations and natural selection (or “survival of the fittest”) without any kind of governing purpose or finality. Seeking to offset this misreading, Christoph Cardinal Schönborn, the archbishop of Vienna, published on July 7, 2005, an op-ed in the New York Times, in which he quoted a series of pronouncements of John Paul II to the contrary. For example, the pope declared at a General Audience of July 19, 1985: “The evolution of human beings, of which science seeks to determine the stages and discern the mechanism, presents an internal finality which arouses admiration. This finality, which directs beings in a direction for which they are not responsible, obliges one to suppose a Mind which is its inventor, its creator.” In this connection, the pope said that to ascribe human evolution to sheer chance would be an abdication of human intelligence.

Cardinal Schönborn was also able to cite Pope Benedict XVI, who stated in his inauguration Mass as pope on April 24, 2005: “We are not some casual and meaningless product of evolution. Each of us is the result of a thought of God. Each of us is willed, each of us is loved, each of us is necessary.”

Cardinal Schönborn’s article was interpreted by many readers as a rejection of evolution. Some letters to the editor accused him of favoring a retrograde form of creationism and of contradicting John Paul II. They seemed unable to grasp the fact that he was speaking the language of classical philosophy and was not opting for any particular scientific position. His critique was directed against those neo-Darwinists who pronounced on philosophical and theological questions by the methods of natural science.

Several authorities on these questions, such as Kenneth R. Miller and Stephen M. Barr, in their replies to Schönborn, insisted that one could be a neo-Darwinist in science and an orthodox Christian believer. Distinguishing different levels of knowledge, they contended that what is random from a scientific point of view is included in God’s eternal plan. God, so to speak, rolls the dice but is able by his comprehensive knowledge to foresee the result from all eternity.

This combination of Darwinism in science and theism in theology may be sustainable, but it is not the position Schönborn intended to attack. As he made clear in a subsequent article in Firts Things (January 2006), he was taking exception only to those neo-­Darwinists—and they are many—who maintain that no valid investigation of nature could be conducted except in the reductive mode of mechanism, which seeks to explain everything in terms of quantity, matter, and motion, excluding specific differences and purpose in nature. He quoted one such neo-Darwinist as stating: “Modern science directly implies that the world is organized strictly in accordance with deterministic principles or chance. There are no purposive principles whatsoever in nature. There are no gods and no designing forces rationally detectable.”

Cardinal Schönborn shrewdly observes that positivistic scientists begin by methodically excluding formal and final causes. Having then described natural processes in terms of merely efficient and material causality, they turn around and reject every other kind of explanation. They simply disallow the questions about why anything (including human life) exists, how we differ in nature from irrational animals, and how we ought to conduct our lives.

During the past few years, there has been a new burst of atheistic literature that claims the authority of science, and especially Darwinist theories of evolution, to demonstrate that it is irrational to believe in God. The titles of some of these books are revealing: The End of Faith by Sam Harris,Breaking the Spell: Religion as a Natural Phenomenon by Daniel Dennett, The God Delusion by Richard Dawkins, andGod: The Failed Hypothesis by Victor J. Stenger. The new atheists are writing with the enthusiasm of evangelists propagating the gospel of atheism and irreligion.

These writers generally agree in holding that evidence, understood in the scientific sense, is the only valid ground for belief. Science performs objective observations by eye and by instrument; it builds models or hypotheses to account for the observed phenomena. It then tests the hypotheses by deducing consequences and seeing whether they can be verified or falsified by experiment. All worldly phenomena are presumed to be explicable by reference to inner-­worldly bodies and forces. Unless God were a verifiable hypothesis tested by scientific method, they hold, there would be no ground for religious belief.

Richard Dawkins, a leading spokesman for this new antireligion, may be taken as representative of the class. The proofs for the existence of God, he believes, are all invalid, since among other defects they leave unanswered the question “Who made God?” “Faith,” he writes, “is the great cop-out, the great excuse to evade the need to think and evaluate evidence. . . . Faith, being belief that isn’t based on evidence, is the principal vice in any religion.” Carried away by his own ideology, he speaks of “the fatuousness of the religiously indoctrinated mind.” He makes the boast that, in the quest to explain the nature of human life and of the universe in which we find ourselves, religion “is now completely superseded by science.”

Dawkins’ understanding of religious faith as an irrational commitment strikes the Catholic as strange. The First Vatican Council condemned fideism, the doctrine that faith is irrational. It insisted that faith is and must be in harmony with reason. John Paul II developed the same idea in his encyclical onFaith and Reason, and Benedict XVI in his Regensburg academic lecture of September 12, 2006, insisted on the necessary harmony between faith and reason. In that context, he called for a recovery of reason in its full range, offsetting the tendency of modern science to limit reason to the empirically verifiable.

Catholics who are expert in the biological sciences take several different positions on evolution. As I have indicated, one group, while explaining evolution in terms of random mutations and survival of the fittest, accepts the Darwinist account as accurate on the scientific level but rejects Darwinism as a philosophical system. This first group holds that God, eternally foreseeing all the products of evolution, uses the natural process of evolution to work out his creative plan. Following Fred Hoyle, some members of this group speak of the “anthropic principle,” meaning that the universe was “fine-tuned” from the first moment of creation to allow the emergence of human life.

A recent example of this point of view may be found in Francis S. Collins’ 2006 book, The Language of God. Collins, a world-renowned expert on genetics and microbiology, was reared without any religious belief and became a Christian after finishing his education in chemistry, biology, and medicine. His professional knowledge in these fields convinced him that the beauty and symmetry of human genes and genomes strongly testifies in favor of a wise and loving Creator. But God, he believes, does not need to intervene in the process of bodily evolution. Collins holds for a theory of theistic evolutionism that he designates as the BioLogos position.

Although Collins is not a Catholic, he approvingly refers to the views of John Paul II on evolution in the 1996 message to the Pontifical Academy of Sciences. He builds on the work of the Anglican priest Arthur Peacock, who has written a book with the title Evolution: The Disguised Friend of Faith. He quotes with satisfaction the words of President Bill Clinton, who declared at a White House celebration of the Human Genome Project in June 2000: “Today we are learning the language in which God created life. We are gaining ever more awe for the complexity, the beauty, and the wonder of God’s most divine and sacred gift.”

Theistic evolutionism, like classical Darwinism, refrains from asserting any divine intervention in the process of evolution. It concedes that the emergence of living bodies, including the human, can be accounted for on the empirical level by random mutations and survival of the fittest.

But theistic evolutionism rejects the atheistic conclusions of Dawkins and his cohorts. The physical sciences, it maintains, are not the sole acceptable source of truth and certitude. Science has a real though limited competence. It can tell us a great deal about the processes that can be observed or controlled by the senses and by instruments, but it has no way of answering deeper questions involving reality as a whole. Far from being able to replace religion, it cannot begin to tell us what brought the world into existence, nor why the world exists, nor what our ultimate destiny is, nor how we should act in order to be the kind of persons we ought to be.

Viewed as a scientific system, Darwinism has some attractive features. Its great advantage is its simplicity. Ignoring the specific differences between different types of being and the purposes for which they act, Darwinism of this type reduces the whole process of evolution to matter and motion. On its own level it produces plausible explanations that seem to satisfy many practicing scientists.

Notwithstanding these advantages, Darwinism has not entirely triumphed, even in the scientific field. An important school of scientists supports a theory known as Intelligent Design. Michael Behe, a professor at Lehigh University, contends that certain organs of living beings are “irreducibly complex.” Their formation could not take place by small random mutations, because something that had only some but not all the features of the new organ would have no reason for existence and no advantage for survival. It would make no sense, for example, for the pupil of the eye to evolve if there were no retina to accompany it, and it would be nonsensical for there to be a retina with no pupil. As a showcase example of a complex organ all of whose parts are interdependent, Behe proposes the bacterial flagellum, a marvelous swimming device used by some bacteria.

At this point we get into a technical dispute among microbiologists that I will not attempt to adjudicate. In favor of Behe and his school, we may say that the possibility of sudden major changes effected by a higher intelligence should not be antecedently ruled out. But we may take it as a sound principle that God does not intervene in the created order without necessity. If the production of organs such as the bacterial flagellum can be explained by the gradual accumulation of minor random variations, the Darwinist explanation should be preferred. As a matter of policy, it is imprudent to build one’s case for faith on what science has not yet explained, because tomorrow it may be able to explain what it cannot explain today. History teaches us that the “God of the gaps” often proves to be an illusion.

Darwinism is criticized by yet a third school of critics, one which includes philosophers such as Michael Polanyi, who build on the work of Henri Bergson and Teilhard de Chardin. Philosophers of this orientation, notwithstanding their mutual differences, agree that biological organisms cannot be understood by the laws of mechanics alone. The laws of biology, without in any way contradicting those of physics and chemistry, are more complex. The behavior of living organisms cannot be explained without taking into account their striving for life and growth. Plants, by reaching out for sunlight and nourishment, betray an intrinsic aspiration to live and grow. This internal finality makes them capable of success and failure in ways that stones and minerals are not. Because of the ontological gap that separates the living from the nonliving, the emergence of life cannot be accounted for on the basis of purely mechanical principles.

In tune with this school of thought, the English mathematical physicist John Polkinghorne holds that Darwinism is incapable of explaining why multicellular plants and animals arise when single cellular organisms seem to cope with the environment quite successfully. There must be in the universe a thrust toward higher and more-complex forms. The Georgetown professor John F. Haught, in a recent defense of the same point of view, notes that natural science achieves exact results by restricting itself to measurable phenomena, ignoring deeper questions about meaning and purpose. By its method, it filters out subjectivity, feeling, and striving, all of which are essential to a full theory of cognition. Materialistic Darwinism is incapable of explaining why the universe gives rise to subjectivity, feeling, and striving.

The Thomist philosopher Etienne Gilson vigorously contended in his 1971 book From Aristotle to Darwin and Back Again that Francis Bacon and others perpetrated a philosophical error when they eliminated two of Aristotle’s four causes from the purview of science. They sought to explain everything in mechanistic terms, referring only to material and efficient causes and discarding formal and final causality.

Without the form, or the formal cause, it would be impossible to account for the unity and specific identity of any substance. In the human composite the form is the spiritual soul, which makes the organism a single entity and gives it its human character. Once the form is lost, the material elements decompose, and the body ceases to be human. It would be futile, therefore, to try to define human beings in terms of their bodily components alone.

Final causality is particularly important in the realm of living organisms. The organs of the animal or human body are not intelligible except in terms of their purpose or finality. The brain is not intelligible without reference to the faculty of thinking that is its purpose, nor is the eye intelligible without reference to the function of seeing.

These three schools of thought are all sustainable in a Christian philosophy of nature. Although I incline toward the third, I recognize that some well-qualified experts profess theistic Darwinism and Intelligent Design. All three of these Christian perspectives on evolution affirm that God plays an essential role in the process, but they conceive of God’s role in different ways. According to theistic Darwinism, God initiates the process by producing from the first instant of creation (the Big Bang) the matter and energies that will gradually develop into vegetable, animal, and eventually human life on this earth and perhaps elsewhere. According to Intelligent Design, the development does not occur without divine intervention at certain stages, producing irreducibly complex organs. According to the teleological view, the forward thrust of evolution and its breakthroughs into higher grades of being depend upon the dynamic presence of God to his creation. Many adherents of this school would say that the transition from physicochemical existence to biological life, and the further transitions to animal and human life, require an additional input of divine creative energy.

Much of the scientific community seems to be fiercely opposed to any theory that would bring God actively into the process of evolution, as the second and third theories do. Christian Darwinists run the risk of conceding too much to their atheistic colleagues. They may be over-inclined to grant that the whole process of emergence takes place without the involvement of any higher agency. Theologians must ask whether it is acceptable to banish God from his creation in this ­fashion.

Several centuries ago, a group of philosophers known as Deists held the theory that God had created the universe and ceased at that point to have any further influence. Most Christians firmly disagreed, holding that God continues to act in history. In the course of centuries, he gave revelations to his prophets; he worked miracles; he sent his own Son to become a man; he raised Jesus from the dead. If God is so active in the supernatural order, producing effects that are publicly observable, it is difficult to rule out on principle all interventions in the process of evolution. Why should God be capable of creating the world from nothing but incapable of acting within the world he has made? The tendency today is to say that creation was not complete at the origins of the universe but continues as the universe develops in complexity.

Phillip E. Johnson, a leader in the Intelligent Design movement, has accused the Christian Darwinists of falling into an updated Deism, exiling God “to the shadowy realm before the Big Bang,” where he “must do nothing that might cause trouble between theists and scientific naturalists.”

The Catholic Church has consistently maintained that the human soul is not a product of any biological cause but is immediately created by God. This doctrine raises the question whether God is not necessarily involved in the fashioning of the human body, since the human body comes to be when the soul is infused. The advent of the human soul makes the body correlative with it and therefore human. Even though it may be difficult for the scientist to detect the point at which the evolving body passes from the anthropoid to the human, it would be absurd for a brute animal—say, a chimpanzee—to possess a body perfectly identical with the human.

Atheistic scientists often write as though the only valid manner of reasoning is that current in modern science: to make precise observations and measurements of phenomena, to frame hypotheses to account for the evidence, and to confirm or disconfirm the hypotheses by experiments. I find it hard to imagine anyone coming to belief in God by this route.

It is true, of course, that the beauty and order of nature has often moved people to believe in God as creator. The eternal power and majesty of God, says St. Paul, is manifest to all from the things God has made. To the people of Lystra, Paul proclaimed that God has never left himself without witness, “for he did good and gave you from heaven rains and fruitful seasons, satisfying your hearts with food and gladness.” Christian philosophers have fashioned rigorous proofs based on these spontaneous insights. But these deductive proofs do not rely upon modern scientific method.

It may be of interest that the scientist Francis Collins came to believe in God not so much from contemplating the beauty and order of creation—impressive though it is—but as the result of moral and religious experience. His reading of C.S. Lewis convinced him that there is a higher moral law to which we are unconditionally subject and that the only possible source of that law is a personal God. Lewis also taught him to trust the natural instinct by which the human heart reaches out ineluctably to the infinite and the divine. Every other natural appetite—such as those for food, sex, and knowledge—has a real object. Why, then, should the yearning for God be the exception?

To believe in God is natural, and the belief can be confirmed by philosophical proofs. Yet Christians generally believe in God, I suspect, not because of these proofs but rather because they revere the person of Jesus, who teaches us about God by his words and actions. It would not be possible to be a follower of Jesus and be an atheist.

Scientists such as Dawkins, Harris, and Stenger seem to know very little of the spiritual experience of believers. As Terry Eagleton wrote in his review of Dawkins’ The God Delusion: “Imagine someone holding forth on biology whose only knowledge is The Book of British Birds, and you have a rough idea of what it feels like to read Richard Dawkins on theology. . . . If card-carrying rationalists like Dawkins [were asked] to pass judgment on the geopolitics of South Africa, they would no doubt bone up on the question as assiduously as they could. When it comes to theology, however, any shoddy old travesty will pass muster.”

Some contemporary scientific atheists are so caught up in the methodology of their discipline that they imagine it must be the only method for solving every problem. But other methods are needed for grappling with questions of another order. Science and technology (science’s offspring) are totally inadequate in the field of morality. While science and technology vastly increase human power, power is ambivalent. It can accomplish good or evil; the same inventions can be constructive or destructive.

The tendency of science, when it gains the upper hand, is to do whatever lies within its capacity, without regard for moral constraints. As we have experienced in recent generations, technology uncontrolled by moral standards has visited untold horrors on the world. To distinguish between the right and wrong use of power, and to motivate human beings to do what is right even when it does not suit their convenience, requires recourse to moral and religious norms. The biddings of conscience make it clear that we are inescapably under a higher law that requires us to behave in certain ways and that judges us guilty if we disobey it. We would turn in vain to scientists to inform us about this higher law.

Some evolutionists contend that morality and religion arise, evolve, and persist according to Darwinian principles. Religion, they say, has survival value for individuals and communities. But this alleged survival value, even if it be real, tells us nothing about the truth or falsity of any moral or religious system. Since questions of this higher order cannot be answered by science, philosophy and theology still have an essential role to play.

Justin Barrett, an evolutionary psychologist now at Oxford, is also a practicing Christian. He believes that an all-knowing, all-powerful, and perfectly good God crafted human beings to be in loving relationship with him and with one another. “Why wouldn’t God,” he asks, “design us in such a way as to find belief in divinity quite natural?” Even if these mental phenomena can be explained scientifically, the psychological explanation does not mean that we should stop believing. “Suppose that science produces a convincing account for why I think my wife loves me,” he writes. “Should I then stop believing that she does?”

A metaphysics of knowledge can take us further in the quest for religious truth. It can give reasons for thinking that the natural tendency to believe in God, manifest among all peoples, does not exist in vain. Biology and psychology can examine the phenomena from below. But theology sees them from above, as the work of God calling us to himself in the depths of our being. We are, so to speak, programmed to seek eternal life in union with God, the personal source and goal of everything that is true and good. This natural desire to gaze upon him, while it may be suppressed for a time, cannot be eradicated.

Science can cast a brilliant light on the processes of nature and can vastly increase human power over the environment. Rightly used, it can notably improve the conditions of life here on earth. Future scientific discoveries about evolution will presumably enrich religion and theology, since God reveals himself through the book of nature as well as through redemptive history. Science, however, performs a disservice when it claims to be the only valid form of knowledge, displacing the aesthetic, the interpersonal, the philosophical, and the religious.

The recent outburst of atheistic scientism is an ominous sign. If unchecked, this arrogance could lead to a resumption of the senseless warfare that raged in the nineteenth century, thus undermining the harmony of different levels of knowledge that has been foundational to our Western civilization. By contrast, the kind of dialogue between evolutionary science and theology proposed by John Paul II can overcome the alienation and lead to authentic progress both for science and for religion.

El Cardenal Avery Dulles, S.J., detenta la cátedra Laurence J. McGinley Chair sobre Religión y Sociedad en la Universidad de Fordham.

The Design of Evolution

Stephen M. Barr

Published in the section "Opinion", First Things, n. 156 (Oct. 2005), pp. 9-12.

Catholic theology has never really had a quarrel with the idea that the present species of plants and animals are the result of a long process of evolution —or with the idea that this process has unfolded according to natural laws. As the 1909 Catholic Encyclopedia put it, these ideas seem to be "in perfect agreement with the Christian conception of the universe".

Catholic theologians were more hesitant with respect to the origin of the human race, but even here, the old encyclopedia admitted, evolution of the human body is "per se not improbable" and a version of it had "been propounded by St. Augustine". The crucial doctrinal point was that the human soul, being spiritual, could not be the result of any merely material process: biological evolution any more than sexual reproduction. The soul must be conferred on each person by a special creative act of God. And so the Church is required to reject atheistic and materialistic philosophies of evolution, which deny the existence of a Creator or His providential governance of the world. As long as evolutionary theory confined itself to properly biological questions, however, it was considered benign.

This was the view that was taught to generations of children in Catholic schools. The first formal statement on evolution by the magisterium did not come until the e n cyclical letter Humani Generis of Pope Pius XII in 1950. The only point that the pontiff asserted as definitely dogmatic was that the human soul was not the product of evolution. As for the human body, Pius noted, its evolution from those of lower animals could be investigated as a scientific hypothesis, so long as no conclusions were made rashly.

This is how things stood for another half century. Then, in 1996, in a letter to the Pontifical Academy of Sciences, Pope John Paul II acknowledged that the theory of evolution is now recognized as "more than a hypothesis", thanks to impressive and converging evidence coming from a variety of fields. He reiterated what he called the "essential point" made by Pius XII, namely that "if the human body takes its origin from pre-existent living matter, [nevertheless] the spiritual soul is immediately created by God".

Some commentators in the scientific and popular press took this statement to mean the Church had once rejected evolution and was now at last throwing in the towel. The truth is that Pius XII, though cautious, was clearly willing to let the scientific chips fall where they might; and John Paul II was simply noting the obvious fact that a lot of chips had since fallen. Nevertheless, John Paul’s statement was a welcome reminder of the Church’s real attitude toward empirical science. It was followed in 2004 by a lengthy document from the International Theological Commission (headed by Cardinal Ratzinger) entitled Communion and Stewardship: Human Persons Created in the Image of God. This important document contained, along with much else, a lucid and careful analysis of evol u tion and its relation to Catholic teaching.

So why did Christoph Schönborn, the cardinal archbishop of Vienna, lash out this summer at neo-Darwinism? In an opinion piece for the New York Times on July 7, he reacted indignantly to the suggestion that "the Catholic Church has no problem with the notion of ’evolution’ as used by mainstream biologists —that is, synonymous with neo-Darwinism". Brushing off the 1996 statement of John Paul II as "vague and unimportant", he cited other evidence (including statements by the late pope, sentences from Communion and Stewardship and the Catechism of the Catholic Church, and a line from the new Pope Benedict XVI’s installation homily) to make the case that neo-Darwinism is in fact incompatible with Catholic teaching.

In the United States, the harsh questions and mocking comments came fast and furious. Could it really be that the modem Church is condemning a scientific theory? How much doctrinal weight does Schönborn’s article have? (After all, if a letter by a pope addressed to scientists can be called "unimportant", how important can a letter by a cardinal to the readers of a newspaper be?) Why did he write it? (It appears that it was done at the urging and with the assistance of his friend Mark Ryland, a philanthropist and ardent champion of the anti-Darwinian Intelligent Design movement). And what, precisely, was the cardinal saying?

The Church in recent centuries has avoided taking sides in intramural scientific disputes —which means the form as well as the content of the cardinal’s article came as a shock. The issues it treats, having chiefly to do with the relation of chance and randomness to divine providence, are extremely subtle and cannot be dealt with adequately in the space of a newspaper column. It was nearly inevitable, therefore, that distinctions would get lost, terms would be ill-defined, and issues would be conflated.

By saying that "neo-Darwinism" is "synonymous" with "'evolution' as used by mainstream biologists", Schönborn indicates that he means the term as commonly understood among scientists. As so understood, neo-Darwinism is based on the idea that the mainspring of evolution is natural selection acting on random genetic variation. Elsewhere in his article, however, the cardinal gives another definition: "evolution in the neo-Darwinian sense [is] an unguided, unplanned process of random variation and natural selection". This is the central misstep of Cardinal Schönborn's article. He has slipped into the definition of a scientific theory, neo-Darwinism, the words "unplanned" and "unguided", which are fraught with theological meaning.

The line he quotes from Communion and Stewardship may seem to support him: "An unguided evolutionary process —one that falls outside the bounds of divine providence— simply cannot exist". And, since it is a fundamental Christian doctrine that God's providential plan extends to all events in the universe, nothing that happens can be "unplanned" as far as God is concerned.

But Communion and Stewardship also explicitly warns that the word "random" as used by biologists, chemists, physicists, and mathematician in their technical work does not have the same meaning as the words "unguided" and "unplanned" as used in doctrinal statements of the Church. In common speech, "random" is often used to mean "uncaused", "meaningless", "inexplicable", or "pointless". And there is no question that some biologists, when they explain evolution to the public or to hapless students, do argue from the "randomness" of genetic mutations to the philosophical conclusion that the history of life is "unguided" and "unplanned". Some do this because of an antireligious animus, while others are simply careless.

When scientists are actually doing science, however, they do not use the words "unguided" and "unplanned". The Institute for Scientific Information's well-known Science Citation Index reveals that only 48 papers exist in the scientific literature with the word "unguided" in the title, most having to do with missiles. Only 467 have the word "unplanned", almost all referring to pregnancies or medical procedures. By contrast there are 52,633 papers with "random" in the title, from all fields of scientific research. The word "random" is a basic technical term in most branches of science. It is used to discuss the motions of molecules in a gas, the fluctuation of quantum fields, noise in electronic devices, and the statistical errors in a data set, to give but a few examples. So if the word "random" necessarily entails the idea that some events are "unguided" in the sense of falling "outside of the bounds of divine providence", we should have to condemn as incompatible with Christian faith a great deal of modem physics, chemistry, geology, and astronomy, as well as biology.

This is absurd, of course. The word "random" as used in science does not mean uncaused, unplanned, or inexplicable; it means uncorrelated. My children like to observe the license plates of the cars that pass us on the highway, to see which states they are from. The sequence of states exhibits a degree of randomness: a car from Kentucky, then New Jersey, then Florida, and so on —because the cars are uncorrelated: Knowing where one car comes from tells us nothing about where the next one comes from. And yet, each car comes to that place at that time for a reason. Each trip is planned, each guided by some map and schedule. Each driver's trip fits into the story of his life in some intelligible way, though the story of these drivers' lives are not usually closely correlated with the other drivers' lives.

Or consider this analogy. Prose, unlike a sonnet, has lines with final syllables that do not rhyme. The sequence those syllables form will therefore exhibit randomness. But this does not mean a prose work is "unguided" or "unplanned". True enough, the writer did not select the words with an eye to rhyming them, imposing on them that particular kind of correlation. But the words are still chosen. So God, though he planned His work with infinite care, may not have chosen to impose certain kinds of correlations on certain kinds of events, and the motions of the different molecules in a gas, for example, may exhibit no statistically verifiable correlation.

We should distinguish between what we may call "statistical randomness", which implies nothing about whether a process was planned or guided, and "randomness" in other senses. Statistical randomness, based on the lack of correlation among things or events, can be exploited to understand and explain phenomena through the use of probability theory. We may wish to determine, for example, whether the incidence of cancer in a certain county is consistent with statistical expectations, or whether there is some as-yet-unknown causal factor at work. By looking at the actuarial statistics, the age profile, and so on, one can compute the expected number of deaths due to cancer and see whether there is a statistically significant deviation from it. Implicit in all such computations are assumptions about randomness. Entire subfields in science (such as "statistical mechanics") are based on these methods: The properties of gases, liquids, and solids, for instance, can be understood and accurately calculated by methods that make assumptions about the randomness of molecular and atomic motion.

The promoters of the anti-Darwinian Intelligent Design movement usually admit that the ideas of statistical randomness, probability, and chance can be part of legitimate explanation of phenomena. They argue instead that to be able to make a scientific inference of "design" in some set of data one must first exclude other explanations, including "chance". The members of the International Theological Commission were clearly referring to the Intelligent Design movement when they wrote in Communion and Stewardship : "A growing body of scientific critics of neo-Darwinism point to evidence of design ( e.g., biological structures that exhibit specified complexity) that, in their view, cannot be explained in terms of a purely contingent process and that neo-Darwinians have ignored or misinterpreted. The nub of this currently lively disagreement involves scientific observation and generalization concerning whether the available data support inferences of design or chance, and cannot be settled by theology".

If an "inference of chance" as part of the explanation of a phenomenon cannot be ruled out on theological grounds, then the competing claims of neo-Darwinians and their Intelligent Design critics about biological complexity cannot be settled by theology. To their credit, many of the best writers in the Intelligent Design movement, including William Dembski and Michael Behe, also insist the issue is one to be settled scientifically.

We cannot settle the issue of the role of "chance" in evolution theologically, because God is omnipotent and can therefore produce effects in different ways. Suppose a man wants to see a particular poker hand dealt. If he deals from a single shuffled deck, his chance of seeing a royal straight flush is 1 in 649,740. So he might decide to stack the deck, introducing the right correlations into the deck before dealing. Alternatively, he might decide to deal a hand from each of a billion shuffled decks. In that case the desired hand will turn up almost infallibly. (The chances it will not are infinitesimal: 10 -669 ). In which way did God make life? Was the molecular deck "stacked" or "shuffled"?

This poker analogy is weak, of course. We don't know the order of a shuffled deck —that's one reason we shuffle it. But God knows all the details of the universe from all eternity. He knows what's in the cards. The scientist and the poker player do not look at things from God's point of view, however, and so they talk about "probabilities".

People have used the words "random", "probability", "chance", for millennia without anyone imagining that it must always imply a denial of divine providence. "I returned and saw under the sun, that the race is not to the swift, nor the battle to the strong, neither yet bread to the wise, nor yet riches to men of understanding, nor yet favor to men of skill, but time and chance happeneth to them all", as Ecclesiastes notes. Or, to make the point in dry technical terms, there is not a perfect correlation between being strong and winning or between having bread and being wise.

Why is there statistical randomness and lack of correlation in our world? It is because events do not march in lockstep, according to some simple formula, but are part of a vastly complex web of contingency. The notion of contingency is important in Catholic theology, and it is intimately connected to what in ordinary speech would be called "chance".

Communion and Stewardship settles this point. "Many neo-Darwinian scientists, as well as some of their critics, have concluded that if evolution is a radically contingent materialistic process driven by natural selection and random genetic variation, then there can be no place in it for divine providential causality", the document observes. "But it is important to note that, according to the Catholic understanding of divine causality, true contingency in the created order is not incompatible with a purposeful divine providence. Divine causality and created causality radically differ in kind and not only in degree. Thus, even the outcome of a purely contingent natural process can nonetheless fall within God's providential plan. According to St. Thomas Aquinas: 'The effect of divine providence is not only that things should happen somehow, but that they should happen either by necessity or by contingency. Therefore, whatsoever divine providence ordains to happen infallibly and of necessity, happens infallibly and of necessity; and that happens from contingency which the divine providence conceives to happen from contingency'. In the Catholic perspective, neo-Darwinians who adduce random genetic variation and natural selection as evidence that the process of evolution is absolutely unguided are straying beyond what can be demonstrated by science".

It is not neo-Darwinists as such that are being criticized here, but only the invalid inference drawn by "many" of them (along with "some of their critics") that the putative "randomness" of genetic variation necessarily implies an "absolutely unguided" process. It is clearly the intention of this passage to distinguish sharply the actual hypotheses of legitimate science from the philosophical errors often mistakenly thought to follow from them.

In his article, Schönborn cites the Catechism of the Catholic Church : "We believe that God created the world according to His wisdom. It is not the product of any necessity whatever, nor of blind fate or chance". And yet, it is one thing to say that the whole world is a product of chance and the existence of the universe a fluke, and quite another to say that within the universe there is statistical randomness. The cardinal also quotes the following passage from an address of the late pope: "To all these indications of the existence of God the Creator, some oppose the power of chance or of the proper mechanisms of matter. To speak of chance for a universe which presents such a complex organization in its elements and marvelous finality in its life would be equivalent to giving up the search for an explanation of the world as it appears to us". Indeed. But to employ arguments in science based on statistical randomness and probability is not necessarily to "oppose" the idea of chance to the existence of God the Creator.

Even within the neo-Darwinian framework, there are many ways that one could see evidence of that "finality" (the directedness of the universe and life) to which John Paul II refers. The possibility of an evolutionary process that could produce the marvelously intricate forms we see presupposes the existence of a universe whose structure, matter, processes, and laws are of a special character. This is the lesson of the many "anthropic coincidences" that have been identified by physicists and chemists. It is also quite likely, as suggested by the eminent neo-Darwinian biologist Simon Conway Morris, that certain evolutionary endpoints (or "solutions") are built into the roles of physics and chemistry, so that the "random variations" keep ending up at the same destinations, somewhat as meandering rivers always find the sea. In his book Life's Solution, Morris adduces much impressive evidence of such evolutionary tropisms. And, of course, we must never forget that each of us has spiritual powers of intellect, rationality, and freedom that cannot be accounted for by mere biology, whether as conceived by neo-Darwinians or their Intelligent Design critics.

I personally am not at all sure that the neo-Darwinian framework is a sufficient one for biology. But if it turns out to be so, it would in no way invalidate what Pope Benedict has said: "We are not some casual and meaningless product of evolution. Each of us is the result of a thought of God. Each of us is willed, each of us is loved, each of us is necessary". In his New York Times article, Cardinal Schönborn understandably wanted to counter those neo-Darwinian advocates who claim that the theory of evolution precludes a Creator's providential guidance of creation. Regrettably, he ended up giving credibility to their claim and obscuring the clear teaching of the Church that no truth of science can contradict the truth of revelation.

Stephen M. Barr is a theoretical particle physicist at the Bartol Research Institute of the University of Delaware. He is the author of Modem Physics and Ancient Faith (University of Notre Dame Press).

Ciencia y fe ante el tribunal de la razón

Santiago Collado González, 24 de agosto de 2010

Subdirector del grupo de investigación “Ciencia, razón y fe” (CRYF) de la Universidad de Navarra

Introducción a dos temas en el volumen: Temas de Actualidad Familiar, Movimiento Familiar Cristiano, Toledo 2010, pp. 77-80.

El nacimiento de la ciencia experimental, que tuvo lugar durante los siglos XVI y XVII, supuso una auténtica revolución en nuestro modo de pensar la Naturaleza. Aunque sus éxitos justificaron su rápida difusión, sin embargo, su aceptación no fue pacífica en todas las instancias de la sociedad. La aparición de la ciencia empírica introdujo un elemento perturbador en el debate ya existente sobre fe y razón.

Aunque en un primer momento, por la ayuda que podría prestar en la defensa racional de la fe, la nueva racionalidad científica fue acogida con júbilo y esperanza, pronto sin embargo, fue empleada por algunos para tratar de mostrar que la fe era innecesaria para explicar la realidad humana y la del mundo. Desde entonces el debate fe-razón fue siendo desplazado por el debate ciencia-fe.

Una visión muy simplista de este debate, que se desarrolló sobre todo en el siglo XIX, presenta a ambas instancias en constante combate. Es cierto que se han producido fricciones desde el principio. Paradigmático fue el caso Galileo que, como muy bien ha puesto de manifiesto el profesor Artigas en su trilogía sobre Galileo, sirvió a la Iglesia Católica para iniciar un proceso de comprensión y profundización en las relaciones entre ciencia y fe, como caso particular de las relaciones entre fe y razón: un diálogo sobre el que la Iglesia ya tenía secular experiencia. No cabe duda de que este caso, que todavía despierta interés, tuvo que ver con la mesurada posición de la Iglesia en lo que se podría considerar el segundo gran enfrentamiento entre ciencia y fe, esta vez protagonizado por el darwinismo. En el caso Galileo se cometieron errores por los que Juan Pablo II abrió una comisión de investigación, analizada por Artigas en el libro “Galileo y el Vaticano”, y por los que Juan Pablo II pidió perdón cuando la comisión concluyó sus trabajos.

El enfrentamiento del darwinismo con la religión ha tenido mayores proporciones. Pero en este caso ha sido desde el ámbito protestante donde se ha sentado a la ciencia en el banquillo ante el tribunal de la fe. El debate abierto en Estados Unidos en el inicio del siglo XX entre darwinismo y creacionismo es la expresión de este enfrentamiento en el que, inicialmente, la ciencia fue encontrada culpable.

Hay un modo de entender la fe que nace de la crisis escolástica previa al renacimiento, el nominalismo, que la aísla de la razón y la constituye en una instancia separada e irracional. Este fenómeno ha sido lúcidamente delatado por Benedicto XVI, entre otros lugares, en su discurso de Ratisbona. Cuando la fe no busca entender, como predicaron con su ejemplo los grandes maestros medievales (“fides quaerens intelectum” de S. Anselmo), y se concibe como una especie de muro que la razón no tiene derecho, ni puede franquear, entonces es fácil que esa fe, constituida en instancia independiente de la racionalidad, se convierta en fundamentalismo. Es el tribunal de la razón el que acaba desacreditando al fundamentalismo, como ha ocurrido, por ejemplo, en el debate Creacionismo-Evolucionismo.

El querer entender la fe, por supuesto, no implica tener la pretensión de agotar la verdad revelada, sino abrir la razón a un ámbito más amplio que el que pone ante los ojos de nuestro entendimiento la desnuda experiencia.

El fundamentalismo es una de las patologías que nacen de una deficiente articulación de la ciencia, la razón y la fe. Cuando la ciencia se erige en razón suprema, en juez de la verdad, entonces es la patología del cientificismo la que nos sobreviene. Esta constituye hoy un peligro no menor que la anterior. El problema de fondo consiste en reducir toda la racionalidad a lo que nos puede decir la ciencia sobre la realidad. Erigir a la ciencia en un conocimiento total, en toda la verdad, conduce finalmente a instalar al hombre en la irracionalidad y a convertir a la misma ciencia en un enemigo para el hombre. La historia se ha encargado de demostrarlo en el siglo pasado. Entonces también queda definitivamente desconectada del conocimiento que proviene de la religión revelada y, consiguientemente, ciencia y fe, o son enemigos, o la enemistad se resuelve mal, de manera muy simple, diciendo que nada tienen que ver la una con la otra.

Autores como Mariano Artigas ponen de manifiesto cómo la razón en su más amplio sentido, la filosofía, es puente entre la ciencia y la fe. Ninguna de las tres instancias es reducible a las otras dos, ni puede desarrollarse de una manera independiente de las demás. La ciencia puede ser camino hacia Dios y la fe revelada. Recientemente lo han testimoniado personajes como Antony Flew o Francis Collins. En ambos casos el punto de partida de sus respectivas conversiones del ateísmo o de la indiferencia ha sido precisamente la biología actual. La ciencia, en definitiva, es ejercicio de la razón.

Pero la razón, en particular la filosofía, merece su nombre, es razonable, cuando mantiene su apertura hacia lo verdadero de una manera desinteresada, no porque lo verdadero sea útil, sino porque es verdadero. Debe reconocer aquello que es verdadero en las otras instancias, en particular la instancia de la fe, debe respetar el misterio propuesto por la fe cuando sus propuestas trascienden el alcance de la razón sin desistir en su intento de entenderlas cada vez mejor. Desistir en el propósito de entender cada vez mejor la verdad del mundo, del hombre y de Dios constituiría la muerte de la racionalidad. Y su muerte dejaría a la razón en manos de la ideología de moda o del poder dominante, o de un pensamiento cientificista o fundamentalista. Sería la renuncia a lo que más propiamente nos pertenece.

Origen del hombre

Se ha publicado la obra de Mariano Artigas y Daniel Turbón Origen del hombre. Ciencia, filosofía y religión (Pamplona, Eunsa, 2007).

Ha aparecido (mayo-08) la segunda edición del “Origen del hombre”; además de permitir la corrección de algunas erratas, ha dado la oportunidad al profesor Turbón de incluir un nuevo capítulo que lleva por título “El origen de los vivientes”, como el capítulo segundo de la edición anterior. El capítulo que en la primera edición llevaba ese nombre, y que ahora ha pasado a ser el tercero, lleva por título “Las teorías de la evolución”. Este añadido mantiene el esquema original del libro en el que se expone una primera parte de carácter científico y una segunda en la que se hace la reflexión filosófica. Así se consigue completar y dar una perspectiva más amplia de los datos científicos actuales sobre los orígenes de la vida y su evolución más remota. Se establece, por tanto, el marco científico general en el que se encuadra el contenido de los tres capítulos siguientes. También se han sustituido algunas ilustraciones por otras que proporcionan mayor claridad a lo expuesto en el texto.

Origen del hombre. Ciencia, Filosofía y Religión

Mariano Artigas y Daniel Turbón

Colección: Astrolabio Ciencias

ISBN: 978-84-313-2501-5

192 páginas

Reseñas

Reseña de Carlos Alberto Marmelada

Reseña publicada en El Manifiesto

Reseña publicada en Aceprensa

Reseña de Carlos A. Marmelada

carlosalbertomarmelada@yahoo.es

(Los números entre paréntesis indican las páginas del libro)

Aunque todavía son muchas las incertidumbres que envuelven el conocimiento del origen de la humanidad, la ciencia arroja cada día más luz sobre el tema. La cuestión es si sólo la ciencia es la que puede hacer eso mismo. ¿Acaso la filosofía y la religión ya no pueden decir nada que tenga sentido al respecto? Precisamente lo que intenta el libro de Artigas y Turbón es: "establecer un marco filosófico que dé cuenta, en otro nivel de racionalidad, de lo que la ciencia actualmente nos dice sobre nuestras raíces" (11).

La ciencia es una forma de conocimiento extremadamente exitosa. Ha conseguido transformar la sociedad y el mundo en tan sólo tres siglos, permitiéndole al hombre influir, para bien o para mal, en la propia naturaleza. Ese mismo éxito es el que ha hecho pensar a más de uno que la ciencia agota la racionalidad; o que, por lo menos, es la mejor forma de racionalidad que puedo alcanzar el entendimiento humano. Es cierto que ni la filosofía ni la teología pueden vivir de espaldas a la racionalidad científica si es que quieren decir algo que tenga sentido para el hombre actual; pero esto no significa, ni mucho menos, que la ciencia ocupe un lugar privilegiado, y ya no digamos de superioridad, en cuanto a capacidad de conocimiento objetivo de la realidad. Lo único que significa es que existen una serie de cuestiones que son fronterizas entre estas tres formas del saber humano y, por ello, que las tres han de estar abiertas a un diálogo fecundo que sólo puede beneficiarles, siempre y cuando ese diálogo se realice con el debido respeto a los límites metodológicos de cada uno de estos saberes. Por ello la lectura de este libro "constituye una invitación a reflexionar personalmente las distintas cuestiones que van apareciendo a lo largo de las páginas" (16).

Ya el primer capítulo nos pone, desde un principio, frente a las cuestiones básicas que se abordarán en este libro: ¿acaso somos seres puramente materiales cuya existencia finaliza con la muerte biológica? ¿Somos el simple fruto de unas fuerzas naturales movidas por el azar o somos el resultado de un plan divino? Desde luego, responder una cosa u otra significa plantarnos ante un concepto de hombre radicalmente distinto según la respuesta a la que lleguemos. En efecto, no es lo mismo decir que el ser humano es el fruto de una evolución biológica producida íntegramente al azar que decir que un Dios trascendente crea el universo confiriéndole un dinamismo que implica un despliegue evolutivo de su creación de tal suerte que también cuenta con la concurrencia fortuita de causas para poder realizar el origen biológico del hombre.

Actualmente resulta de gran importancia poder establecer los límites reales de la teoría científica de la evolución. Cuando se hace esto se ve cómo la evolución, en cuanto teoría científica que es, "no tiene nada que decir sobre la existencia de un plan divino" (20). Esto es algo de sentido común. La ciencia natural estudia la realidad material dejando fuera de su ámbito, de una forma delibrada por los imperativos metodológicos, por lo que no puede decir nada acerca de ellas, ni a favor ni en contra. Cuando se olvida esto se suele hacer "decir a la ciencia más de lo que, en realidad, está en condiciones de decir" (25).

Hay ocasiones en las que los problemas se originan a partir de una confusión semántica. Por esto, los autores insisten en aclarar la diferencia existente entre el naturalismo metodológico y el naturalismo ontológico. El primero es de índole genuinamente científica y consiste en centrarse en el estudio de los aspectos cuantitativos de la naturaleza, por lo que deja totalmente de lado el estudio de las realidades espirituales ya que su método de investigación es incapaz de abordarlas. El segundo, en cambio, no es científico sino filosófico e incurre en el error de declarar que las realidades espirituales no existen porque no son susceptibles de ser estudiadas por las herramientas metodológicas de la ciencia.

El naturalismo ontológico abusa de la teoría científica de la evolución y le obliga a decir a ésta más de lo que ella, en rigor, dice para intentar convertirla en una aliada del materialismo y en un enemigo de la religión.

Pero la verdad es "que religión, filosofía y ciencia natural responden a perspectivas diferentes" (26) y por ello no se contraponen, sino que se complementan. Hay cuestiones, como los orígenes del universo y los orígenes del hombre que son fronterizas entre estas tres formas del saber humano. Esclarecer estas fronteras es lo que desarrolla el libro de Artigas y Turbón.

El segundo capítulo trata sobre el origen de los vivientes y se inicia con un pequeño repaso a las teorías de la evolución biológica desde el siglo XVIII. Los nombres de Linneo, Lamarck, Darwin, Wallace, Spencer y Hugo de Vries van desfilando por estas páginas para dar paso al estudio de la teoría sintética y de la teoría del equilibrio puntuado.

El capítulo sigue con el estudio de la evolución humana, pero no desde un punto de vista del registro fósil, sino desde la perspectiva de la evolución de la notoria encefalización que tenemos los humanos, abordando cuestiones como el porqué de nuestra dilatada infancia o la necesidad de la introducción de la adolescencia en nuestro desarrollo ontogenético.

Esto nos lleva directamente al capítulo tres, en el que se aborda el origen del hombre. Aunque aquí se habla algo del registro fósil, nuevamente se aborda el tema de la encefalización. En esta ocasión se relaciona con el lenguaje. ¿Cuál fue la primera especie de homínido que empezó a hablar? Los autores abordan la cuestión en este capítulo. También se analiza la primera salida de los humanos fuera de África. Par finalizar se vuelve a revisar el desarrollo ontogenético exclusivamente humano: la infancia y la adolescencia.

El capítulo cuarto trata sobre el origen y desarrollo de nuestra especie. Naturalmente, aquí se habla también de los neandertales y de las teorías que sostienen que toda la humanidad actual procede de unas poblaciones africanas que emigraron y colonizaron el mundo entero sustituyendo a las poblaciones existentes (hipótesis out of Africa); así como de su competidora, la hipótesis de la continuidad regional. En la actualidad la mayoría de los especialistas optan por la primera, aunque los autores dejan constancia del caso excepcional de un cráneo hallado en China. Este capítulo es, pues, el lugar adecuado para hablar de la Eva africana o Eva mitocondrial y del Adán cromosoma Y.

El quinto capítulo, escrito en colaboración con Enrique Moros, trata sobre la relación entre la evolución biológica y la acción divina. Lo primero que explican los autores es algo evidente, pero que muchas veces se olvida o simplemente se desconoce, y es el hecho de que las teorías científicas sobre la evolución no resuelven los interrogantes religiosos (73 y ss.). La presunta oposición entre evolución y acción divina carece de base; "en efecto, para que algo pueda ser estudiado por las ciencias, debe incluir dimensiones materiales, que puedan someterse a experimentos controlables, y esto no sucede con el espíritu, ni con Dios, ni con la acción de Dios" (77).

En ciertas ocasiones "el darwinismo suele ser utilizado para afirmar que Darwin ha hecho posible ser ateo de modo intelectualmente legítimo, porque el darwinismo mostraría que no es necesario admitir la acción divina para explicar que existe el orden en el mundo" (78). Pero lo cierto es que "la cosmovisión evolutiva, en lugar de poner obstáculos a la existencia de la acción divina, es muy congruente con los planes de un Dios que ordinariamente quiere contar con la acción de las causas creadas" (80-81).

Uno de los temas claves en el debate sobre la compatibilidad entre la teoría de la evolución y el cristianismo, lo constituye la cuestión de la finalidad en la naturaleza. De esto trata el capítulo sexto. Naturalmente, éste es el lugar para analizar las tesis de Jaques Monod y Stephen Jay Gould. Monod habla del azar, pero él mismo propone la existencia de teleonomía en la naturaleza; ahora bien, la teleonomía no deja de ser "una especie de teleología o finalidad" (86); por ello: "no debería haber ningún problema para combinar la evolución y la existencia de un plan divino" (88). La razón de ello estriba en que "el mismo efecto puede ser considerado como contingente cuando se compara con sus causas inmediatas y, al mismo tiempo, estar incluido dentro del plan divino que no puede fallar" (89). Dicho de otro modo, la existencia del azar dentro de una creación divina hecha con racionalidad no es algo imposible, sino totalmente lógico. Según Carlo Rubia, Premio Nobel de Física en 1984, "está claro que todo esto no puede ser consecuencia de la casualidad (...) Hay, evidentemente, algo o alguien haciendo las cosas como son" (92). En definitiva: "la combinación de azar y necesidad, de variedad y selección, junto con las potencialidades para la autoorganización, pueden ser contempladas fácilmente como el camino utilizado por Dios para producir el proceso de la evolución" (92).

El azar es el resultado de la concurrencia accidental de numerosas causas independientes. El azar existe, es algo real, pero solamente existe desde una perspectiva inmanente, "para Dios, que es la Causa Primera de la que depende siempre todo, no hay azar ni causalidad. Por tanto, de la existencia del azar en la evolución no se puede concluir que no exista un plan divino y que el ser humano no sea el resultado previsto de ese plan" (93).

El hecho de que el azar sea compatible con un orden que refleja una creación llevada a cabo de forma racional no significa que tengan razón los partidarios del diseño inteligente.

El capítulo séptimo trata sobre el origen del movimiento denominado creacionismo científico. Los ultracreacionistas adoptan una postura radical por oposición a los ultradarwinistas; pero el error de ambos es muy similar; lo que pretenden ambos grupos es resolver la cuestión sobre la base de alguna evidencia científica. Ambas partes pretenden demostrar sus tesis con argumentos científicos, pero, como eso no es posible, tienen que hacer decir a la ciencia cosas que realmente ni dice ni puede decir; y, por eso, surgen discusiones sobre qué es realmente ciencia y qué no lo es.

Para los ultraevolucionistas el concepto de "evolucionismo científico" resulta ser sinónimo de "naturalismo"; es decir, que se niega, lisa y llanamente, la existencia de realidades que estén fuera de las fuerzas de la naturaleza que estudia la ciencia experimental. Pero el hecho de que la ciencia experimental sólo estudie fenómenos materiales no significa que no existan realidades espirituales; lo único que sucede es que la ciencia sólo puede estudiar ese tipo de realidades a causa de sus límites metodológicos.

El evolucionismo, entendido como teoría científica es una cosa y el materialismo como filosofía es otra muy distinta que no se colige, en absoluto, de la primera. De modo que sostener, como hacen los ultradarwinistas, que el materialismo es la conclusión lógica de la teoría científica de la evolución biológica es confundir los planos científico y filosófico.

El creacionismo científico se opone a que se enseñe la teoría científica de la evolución en las escuelas porque la entiende como una aliada de ese materialismo ateo al que aludíamos. Pero esto es desenfocar el tema, y, al hacer dicha identificación, incurren en el mismo error que los ultradarwinistas.

La teoría del diseño inteligente (DI) es un movimiento que pretende demostrar que la ciencia es capaz de evidenciar que la naturaleza refleja claramente la existencia de un diseño que ha sido concebido de una forma intencionada por un diseñador inteligente.

La motivación de los partidarios del DI es la misma que la de los creacionistas científicos, combatir el materialismo que pretende basarse en la ciencia para refrendar sus tesis. La diferencia estriba en que los partidarios del DI no se basan ni en la Biblia ni en argumentos extraídos de la religión, sino que insisten en que sus tesis son científicas. En cuanto a cómo es ese Diseñador Universal no se comprometen a identificarlo con un Dios personal y providente.

El capítulo ocho trata sobre la relación existente entre la evolución y la persona humana. Los autores se admiran del hecho de que haya quienes "utilicen a la ciencia, una de nuestras creaciones más asombrosas, para rebajar lo que realmente somos" (110), cuando resulta que la propia ciencia es un ejemplo patente de la excepcionalidad que supone la inteligencia humana. Desde este punto de vista, reconocer la dignidad humana y su peculiaridad frente al resto de la naturaleza no es algo que suponga una actitud de soberbia antropocéntrica sino el simple reconocimiento de un dato objetivo.

¿Cuándo aparecieron las dimensiones espirituales del hombre? ¿Fue con Homo sapiens? ¿O, tal vez, ya estaban presentes en Homo habilis? Ahí está el debate. Un debate que implica tener claro "¿qué es lo singular del hombre, lo que le distingue y le caracteriza?" (116).

En este capítulo se analiza el emergentismo, que afirma que todas las cualidades específicamente humanas salen o emergen de las potencialidades de la materia. También se pasa revista a la postura antitética, que afirma que el hombre es un ser de la naturaleza pero que, al mismo tiempo, la trasciende.

El terreno está listo para abordar la relación entre la evolución y el cristianismo, algo que se hace en el capítulo 9. Capítulo que se abre con una pregunta fundamental, clara y directa: "¿se puede ser, a la vez, evolucionista y cristiano?" (121); la respuesta de los autores es que sí. Y frente a aquellos que pregonan una evolución creativa ellos contraponen una creación evolutiva.

En este capítulo, en primer lugar, se pasa revista a la posición histórica, en relación con el evolucionismo, del pensador católico Mivart. A continuación se analizan las palabras de la carta escrita el 16 de enero de 1948 por la Pontificia Comisión Bíblica y enviada al arzobispo de París con la aprobación del Papa Pío XII y que trata sobre los primeros capítulos del Génesis.

En 1950 el propio Pío XII publicó una encíclica, la Humani generis, en la que habló del evolucionismo y su relación con la fe cristiana. La siguiente referencia es Juan Pablo II; concretamente un discurso suyo realizado en 1981 en la Academia Pontificia de Ciencias y otro, hecho en 1985 y dirigido a los participantes de un simposio sobre fe cristiana y evolución, en donde recordó la mencionada encíclica de Pío XII. Al año siguiente Juan Pablo II volvió a tratar el tema en su catequesis. Pero las palabras más significativas del Santo Padre se pronunciaron en 1996 cuando dirigió un mensaje a la Academia Pontificia de Ciencias. En esta ocasión dijo que la teoría de la evolución era más que una hipótesis. Como no podría ser de tora forma, también hay un epígrafe dedicado a analizar la posición de Benedicto XVI ante la evolución, arrancando desde sus homilías sobre los primeros capítulos del Génesis y pronunciadas en 1981 y publicadas en 1985 bajo el título: Creación y pecado. El capítulo se cierra con una interesante reflexión sobre el monogenismo y el poligenismo.

El último capítulo, el décimo, se centra en el análisis de la relación entre ciencia e ideología. La postura de los autores es bien clara: "ni el hecho de la evolución ni su explicación mediante variaciones genéticas y selección natural tienen por qué interpretarse en clave materialista ni antisobrenaturalista, y son compatibles con la existencia de un Dios personal creador que gobierna todo el mundo, también el desarrollo de la evolución" (137).

El análisis no se reduce sólo a la evolución biológica, sino que arranca con unas reflexiones sobre la imposibilidad de una autocreación del universo, aunque enseguida vuelve al tema de la evolución biológica. La tesis que defienden los autores se puede resumir en una frase: "las teorías biológicas no proporcionan base alguna para el materialismo o el agnosticismo" (143).

El texto de los autores finaliza con una declaración a favor de un diálogo interdisciplinar que sería muy beneficioso para todos porque "la armonía entre ciencia, filosofía y religión es el camino para conseguir una auténtica sabiduría capaz de dar sentido a los problemas humanos" (145).

El libro se cierra con más de treinta páginas dedicadas a analizar toda una serie de documentos de Juan Pablo II, Robert Speamann, Fiorenzo Facchini, y los puntos 56 a 70 escritos por la Comisión Teológica Internacional y que están dedicados a la persona humana en cuanto creada a imagen y semejanza de Dios.

Artigas y Turbón han logrado redactar un libro fundamental para entender correctamente las relaciones entre la teoría científica de la evolución y los contenidos de la fe cristiana.

Reseña publicada en El Manifiesto:

La pregunta más importante de todas

La evolución humana: una puesta al día fundamental

Lo que más han subrayado los periódicos acerca del profesor Daniel Turbón es su afirmación de que el hombre no procede del chimpancé. Está bien, pero eso es lo de menos. Lo más importante es la obra que acaba de publicar junto a Mariano Artigas: Origen del hombre. Ciencia, filosofía y religión, que es la mejor puesta al día sobre la evolución humana, las polémicas acerca del origen del hombre y las implicaciones filosóficas y teológicas de las distintas teorías en presencia. Cuándo aparece lo que conocemos como “hombre”, cuál es el valor de la teoría de la evolución, qué dijo exactamente Darwin, qué hemos descubierto gracias a la genética, qué pinta la filosofía en todo esto… Cuestiones fundamentales que Turbón expone con impresionante claridad y grata concisión.

¿Es posible explicar la teoría de la evolución a fecha de hoy, después de los conocimientos adquiridos gracias a la genética, y hacerlo de manera clara, sencilla y pedagógica sin perder rigor? Sí, es posible, y el libro de Mariano Artigas y Daniel Turbón Origen del hombre. Ciencia, filosofía, religión (Eunsa Astrolabio, Pamplona, 2007) es la mejor demostración. Todas las grandes cuestiones acerca del origen del hombre y su evolución pasan por estas páginas. Mariano Artigas, recientemente fallecido, era sacerdote y doctor en Física, miembro de la Sociedad Internacional para Ciencia y Religión, de la Facultad de Teología de Cambridge. Daniel Turbón es catedrático de Antropología Física en la Universidad de Barcelona, donde lleva veinticinco años explicando la evolución humana. Esta obra es el fruto decantado de muchos años de investigación y de pedagogía.

Origen del hombre empieza planteando la gran cuestión: precisamente, la del origen del hombre, en un rápido recorrido por las distintas teorías que han tratado de responder a esta pregunta eterna. Acto seguido, los autores examinan metódicamente el asunto: nos hablan del origen de los vivientes según las diversas teorías de la evolución, y del origen del hombre tal y como se lo representa hoy la comunidad científica (los prehumanos, el proceso de encefalización, el nacimiento del lenguaje, la primera migración africana, etc.), para desembocar en un examen de las teorías vigentes sobre el origen y la dispersión de la humanidad actual. Sentadas las evidencias científicas, Artigas y Turbón repasan las diferentes maneras en que el pensamiento ha interpretado estos datos: la relación entre evolución y acción divina, y entre evolución y finalidad; el diseño inteligente, la evolución y la persona humana, así como la posición de la Iglesia al respecto, para terminar con una clarificación muy pertinente sobre cuánto hay de ciencia y cuánto de ideología en las actuales teorías de la evolución.

Lo más brillante del libro es, sin duda, su despliegue de erudición tanto filosófica como científica: los autores no ignoran nada de cuanto se ha dicho y escrito sobre el origen del hombre en dos mil años de cultura occidental. Al mismo tiempo, ese despliegue se manifiesta de una manera deliberadamente divulgativa, haciendo que el lector no pierda en ningún momento el hilo del relato. Los cuadros y dibujos, muy abundantes, ayudan eficazmente a entender aquellos pasajes que pueden resultar más difíciles por su grado de especialización.

Si quiere usted hacerse una idea clara de en qué consiste el debate científico sobre la evolución humana y de cuáles son sus implicaciones filosóficas e ideológicas, Origen del hombre le resultará una herramienta fundamental.

Reseña publicada en Aceprensa:

Esta obra póstuma de Mariano Artigas (doctor en Física, en Filosofía y en Teología, autor de un buen número de libros) busca superar el estereotipo trasnochado según el cual ciencia y religión son antitéticas; hoy se considera más bien que se trata de ámbitos complementarios.

El autor recoge los temas más importantes que relacionan a la ciencia con la religión y ahonda en ellos de forma que se esclarecen los conceptos fundamentales implicados en el debate.

Hay un conjunto de capítulos que tratan sobre la naturaleza de la ciencia, así como sobre su estatus epistemológico; otros sobre las relaciones que mantiene la ciencia con la filosofía, por un lado, y con la teología, por otro. Se critica el cientificismo, pero también el creacionismo que sostiene contra viento y marea una interpretación literal de los primeros capítulos del Génesis. También se analizan las relaciones entre la religión y la teoría de la evolución biológica, así como el concepto de creación metafísica. Artigas, de forma rigurosa, concluye que no existe contradicción entre el hecho de la creación y la teoría de la evolución biológica, siempre que esta última no se confunda con aquellas ideologías que la utilizan para defender un materialismo o naturalismo ontológico, injustificable científicamente.

Ciencia y religión es, en definitiva, un libro imprescindible para aquellos que estén interesados en aproximarse con seriedad a la filosofía de la naturaleza, pero también para todos los que quieran iniciarse en una reflexión global sobre la ciencia y la teología.

Casa Bazán

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